lunes, 28 de diciembre de 2015

Borges y el humor

Mis diversas entrevistas a Borges, en Buenos Aires y Montevideo,  están reunidas en mi libro “Conversación con las catedrales. Encuentros con Vargas Llosa y Borges” (Editorial Funambulista, Madrid, 2014).  Con él tuve el placer de caminar por las calles de Buenos Aires, o bien asistir  a su tertulia en la librería “La Ciudad”, en la galería frente a su casa, y, entre tantos recuerdos,  un día me dijo que el dueño de esa librería hablaba el único idioma que él no conocía. ¿Cuál era?, pregunté. “El guaraní”, me dijo. Y me contó que hablaban en guaraní mientras ella cocinaba y nunca se enteraba  qué decían.
Era tan imprevisible, Borges, que una mañana cuando estaban filmado para la BBC de Londres en su casa, un programa especial sobre sus 80 años, que cuando llegó el momento de la lectura de un poema él insistió  en que debía hacerlo yo (me negué varias veces) y, al fin, por decisión de la periodista (Judith Bumpus), me filmaron leyendo “Heráclito”, junto a Borges, que era poema que habían elegido.
            Como le conocí bastante, puedo decir que además de  generoso y cordial, tenía muy buen humor y, como corresponde, comenzaba por tomarse  el pelo a sí mismo. Afirmaba: "Me gustan las bromas; soy partidario de los bromistas.  Sobre todo de los bromistas que hacen bromas sobre sí mismos, de la gente que no se toma en serio".
            En plena calle, cierto día, se cruzó con un lector anti/borgeano  sin duda,  que lo increpó groseramente diciéndole: "¡Usted un bluff!". Borges giró la cabeza, lo miró con sus ojos ciegos y le respondió: "Estoy de acuerdo, señor; pero un bluff  involuntario". Otra. Una dama, emocionada, detuvo al escritor al cruzar la calle y con entusiasmo le  dijo: "Pero, ¿usted es Borges, verdad?". Y él, tomándole las manos, le respondió:   "Sí. Pero si seguimos aquí corro el riesgo de dejar de serlo en cualquier momento".
            Al mito le gusta más el Borges serio, el del intelectual en su torre de marfil, labraba poemas y cuentos con espejos y laberintos, todos ellos destinados a la posteridad. Pero había otro Borges, el humorista. Volvamos a él, recordando que buen acopio de ello realizó el poeta argentino Roberto Alifano,  quien fuera su secretario  mucho tiempo, reuniendo sus humoradas en un libro.
Y bien vale la pena compartir algunas de esas anécdotas que muestran al otro Borges (que es el mismo, a fin de cuentas), nacidas de hechos cotidianos. Por ejemplo, Borges se encontraba en el Departamento de Policía renovando su pasaporte, sentado en el despacho del comisario, y  los policías se tomaban algunas fotos con él. Fue allí en ese momento que se enteró de que el Premio Nobel había sido otorgado a García Márquez. De esta manera los  periodistas de “policiales” argentinos tuvieron la primicia de sus declaraciones.  Borges les dijo: "Yo pienso que es un excelente escritor. "Cien años de soledad" es una gran novela, aunque creo que tiene cincuenta años de más... El hecho de que se lo hayan dado a García Márquez y no a mí revela la sensatez de la Academia Sueca; mi obra no es tan importante".
Y a un periodista francés que le había pedido que definiera la época que vivía, Borges le  comentó: "Y, el hecho de que yo sea famoso, es algo más que suficiente para condenarla".
Invitado a Rosario (Argentina) a dar una conferencia, cuando  finalizó , mientras servían el almuerzo en el salón principal del club, Borges pasó al baño a lavarse las manos. Abrió el grifo y cayó una gota de agua,  luego otra y después otra. Inquietos por su demora, fueron por él, y le preguntaron: "¿Qué pasa, Borges, no sale agua?”. Borges, inmutable, respondió:   "Sí; pero con escrúpulos".
            Y para fin, baste recordar un domingo cuando Borges y un amigo salieron a la calle, tras almorzar en un conocido restaurante de la calle Corrientes, en el preciso momento que pasaba un camión con hinchas de Boca Juniors. Cuando lo vieron,  le gritaron: "¡Borges, sos más grande que Maradona!". Y el eterno candidato al Premio Nobel, sonriendo, le dijo a su amigo: "Bueno, eso estaría bien que lo gritaran en Estocolmo, a ver si influyen un poco en los académicos suecos".

            Sí, el maestro Borges era único.

domingo, 20 de diciembre de 2015

La mejor de cuantas noches han sido


Resuenan villancicos en el aire con esas canciones poéticas y sencillas  que  se cantan desde siempre y que dicen:  "En el portal de Belén hacen lumbre los pastores/ para calentar al Niño que ha nacido entre las flores...". O bien: "La Virgen se está peinando entre cortina y cortina/ los cabellos son de oro y el peine de plata fina./ La Virgen está lavando y tendiendo en el romero/ los angelitos cantando y el romero floreciendo./ La Virgen está lavando con un poquito jabón/ se le picaron las manos, manos de mi corazón..."
            El jueves será la Nochebuena y el viernes Navidad. Y en estos momentos a la memoria le da por dispararse hacia nidos de antaño y también por hacer un repaso de los días vividos. En ese paseo el corazón se va algodonando de sentimientos encontrados, y es natural que así sea. Pensamos en flaquezas que nos emboscaron y en las alegrías verdaderas, y llegamos a sentirnos la hierba más débil y la criatura más fuerte.
            Pero llega la Nochebuena y debemos estar preparados para recibirla. Con el alma reluciente y con nuestra mejor sonrisa, mirando hacia nosotros y, sobre todo, a los otros Y así, pensando en la bienaventuranza del amor, besemos esa noche las mejillas queridas sabiendo que recibiremos una ofrenda semejante.
            En la cena de la Nochebuena festejamos el nacimiento del Niño de Belén. Infinito, y para compartir con todos. He ahí su simbolismo. Todo nacimiento es motivo de alegría, porque da cabida a la vida y a su hermana gemela, la esperanza. Es una alegría que tiene conciencia de su milagro y que por ello reaviva el milagro de vivir.
La Nochebuena no es una fiesta privada, nos atañe a todos, porque Dios no puso límites. Esta certeza es esencial. Nos permite mirar hacia adentro, procurando encontrar un huequito de luz para retemplar el corazón, y nos acerca a los seres que amamos buscando que no se nos escape una sola migaja de felicidad.
            Por cosas como ésta, vamos hacia ahí y comamos y bebamos en paz, con los nuestros, y levantemos con alegría una copa en ese momento en que por el cielo cruza esa "estrella que se ha perdido y en su rostro resplandece".

No olvidemos que en la primera Nochebuena, los ángeles desearon la paz a los hombres de buena voluntad. Vamos entonces a desearla a todos, también nosotros,  en la mejor de cuantas noches han sido.

martes, 15 de diciembre de 2015

Enrique Beltrán, espíritu que sopla


Se cumplen hoy dos años del adiós a todos del Dr. Enrique Beltrán.  A los 95 años levantó el vuelo. Fue hijo de uno de los fundadores de “El País”, periodista y director de este diario, legislador, poeta y amigo entrañable de sus incontables amigos.
Quiero recordarlo, hoy, a través de las páginas de su libro “Desde el recodo” (Ediciones de la Plaza), porque sus artículos sobre un abanico de intereses, son un espejo de su personalidad.
Sus escritos  tratan  de la libertad y la democracia. Y don Enrique  sabía muy bien aquellas palabras que pronunció  André Malraux (al que conoció), señalando que el honor de un hombre consiste en “reducir la parte de comedia”.
El paso del tiempo le dio a don Enrique, sabiduría, gravedad y hondura. Abogado, cuatro veces legislador del Partido Nacional, viceministro de Instrucción Pública y Previsión Social,  fue proscrito cuando el golpe de estado de 1973. Periodista desde siempre, primero como crítico teatral, hizo después de sus columnas todo un género literario.
Cuando en 1984 se abría el camino hacia las urnas en nuestro país, don Enrique evocó evanescentes instantes con su padre: “una borrosa imagen de perfil, con una rodilla en tierra, mientras movía ante mis ojos, un pequeño caballo sobre ruedas. Nunca sabré por qué, en el largo torrente, ha quedado flotando ese único recuerdo”. Sabía que aquel joven de poco más de treinta años, cuya elocuencia seducía en el ámbito político, un Viernes Santo marchó hacia su destino con sencillez. Se batió a duelo con el Dr. Batlle y Ordóñez. Y murió en el campo del honor. En esa evocación, don Enrique descubrió “de qué manera aquella vieja y lejana lucha de un ayer que para muchos será remoto, vuelve a tener la admirable actualidad de una verdad siempre permanente”.
No olvidó a los muertos de Tiannamen, ni la caída del Muro de Berlín. Y del Papa Juan Pablo II, escribió: “Me ha vuelto a conmover esa figura vestida de blanco, cargada de años, de sufrimientos callados, mensajero incansable de la paz, a pesar de todos sus cansancios, revelando una vez más, la formidable fuerza del espíritu imponiéndose a un físico debilitado y a veces claudicante, al que no deja rendir pese a la dura y larga marcha”. Y, visionario como era, alertó en 1999 sobre los riesgos de aportar por Chávez en Venezuela.
Así, entre la muerte de su padre y el asesinato de un demócrata español por la ETA, con la que cierra sus páginas,  “Desde el recodo” lo pinta de cuerpo entero, recorriendo un tiempo sin olvidos ni fugas, y analizando la época que vivió con intensidad.
Siempre he pensado que a la pluma de don Enrique la guiaba el mismo impulso que a la de Frédéric Bastiat, quien dijo estas palabras:  “…la Libertad que es un acto de fe en Dios y en su obra".

Siento, como todos sus amigos, de varias generaciones,  que don Enrique Beltrán fue un hombre claro, luminoso y sensible. Por eso, a pesar de su ausencia, podemos recordar en sus páginas,  su  espíritu, ese que sopla aún y todavía. 

sábado, 12 de diciembre de 2015

En la Misión Dolores, en San Francisco

            Domingo en la ciudad de San Francisco. Voy a la  misa en la Misión Dolores, capilla debe su nombre a una antigua y pequeña corriente de agua llamada Arroyo de Nuestra Señora de los Dolores.  Y es el edificio más antiguo que se conserva en pie, pues su estructura se terminó en 1791.
            La capilla fue hecha en madera, barro y cuero. La misión, en honor de San Francisco de Asís, fue dentro de California el complemento de las grandes esperanzas del fundador de las misiones, el Padre Junípero Serra.  Con cariño, allí entrecierro los ojos un instante y recuerdo a Fray Emilio de Minas.
            La Misión Dolores es pequeña, el altar austero y las blancas paredes reproducen coloridas escenas, entre otras,  las del bautismo de los indios. Aquí estuvo el Papa Juan Pablo II, cuando visitó San Francisco.
            Al finalizar la misa se sirvió café y refrescos a todos, para conmemorar un nuevo año de la fundación de la Misión San Francisco de Asís. En los arbolados patios, calmos, con caminitos sinuosos, se desplazaba la gente con su pocillo o su vaso. Y aquí, en este lugar, me doy cuenta de pronto que se filmó una escena de “Vértigo”, la famosa película de Alfred Hitchcock, donde James Stewart observaba a la distancia a Kim Novak. Por cierto, no esperaba encontrarme con esta sorpresa. Yo camino con los ojos abiertos.
            Luego me integro de nuevo a la ciudad de San Francisco, ciudad que tiene entre las colinas incontables caras. El suyo es un mundo interminable.                                                 
            Arracimados, los turistas se trepan al tranvía para hacer sus clásicos paseos y los chicos van colgados con medio cuerpo hacia fuera tomados del pasamanos. Y los autos descienden por Lombart Stret, la más sinuosa calle del mundo, entre los jardines, cuesta abajo, y todo el mundo los filma. Y los edificios modernos irrumpen, de súbito, en una escenografía de sobria elegancia, como un golpe de color.
            Nada es previsible en San Francisco, ciudad donde una mirada jamás se repite, y donde el sol cae absoluto en sus calles sorprendentes.
            Al anochecer me gusta ir a Sausalito. Allí, cerca del mar, en las terrazas que parecen entrar en las aguas sobre las playas de piedra, se ven distantes las luces de la ciudad de San Francisco. Cerca pasan yates como en sueños. El aire es tibio, y los platos habituales suelen ser langosta y vino. 
            La noche se despliega vastísima y estrellada por encima del hermoso puente, y poblada de estrellas.

sábado, 5 de diciembre de 2015

Aquella tarde con Ray Bradbury

Conocí personalmente a Ray Bradbury en la “Feria del Libro” de Buenos Aires. Tengo, a mi derecha, en mi biblioteca, una foto de aquella tarde. Me veo, saludándolo, de reojo,  mientras escribo estas palabras.
Ray Bradbury, un hombre obeso, de cabellos blancos como el algodón, simpatiquísimo, me dijo que nunca había conocido personalmente a un uruguayo, pero que recordaba haber recibido un libro y unas cartas de un escritor joven de mi,  al que no había visitado nunca. Eso había ocurrido hacía mucho tiempo; agregó que él había respondido a aquel joven escritor.
Tras un silencio breve,  para sorpresa de ambos, repasando  el tiempo, me di cuenta de todo. Y con una sonrisa, le dije que aquel escritor tan joven de entonces, al que le había escrito dos cartas, era yo.  La audacia propia de los muy jóvenes me había estimulado a enviarle “La espera”, mi primer libro de cuentos.
Me miró. Se mostró entusiasmado.
Le comenté que conservaba sus dos cartas. Una de ellas estaba firmada con un bolígrafo de color verde. Ambas tenían un logotipo extravagante, que mostraba una suerte de casa alargada que ocupaba de un extremo a otro la hoja; el dibujo de esa casa de dos plantas y sin pared al frente permitía ver en sus habitaciones algunas personas y objetos y, en el segundo piso, a un caballo.
Sonrió. Ray Bradbury me dijo las había escrito en su estudio, al que iba cada mañana, caminando, porque no sabía conducir automóviles.
            Recuerdo haberle preguntado cómo hacía para escribir, día a día, una historia diferente. Cómo lograba estar siempre inspirado. Y me contó entonces que tenía una caja rebosante de tarjetas, con anotaciones y argumentos que se le habían ido ocurriendo a lo largo de la vida, y esas tarjetas le daban sus temas.
            Pero tenía un secreto. ¿Un secreto? Sí, me comentó, para llegar a la esencia emocional de aquello que escribiría se fijaba en su estado de ánimo. Me dijo: “Si me siento  muy feliz escribo poemas; pero en cambio, si la melancolía me ronda, escribo un cuento de  mi infancia”.  Y en estos casos se dejaba ir por los caminos de la nostalgia hacia los días de la niñez para recuperar con palabras poéticas los atardeceres donde, en la terraza de su casa, se hamacaba su padre y, altas, las estrellas comenzaban a dibujarse en aquellos cielos que siempre atraían su mirada.
            En esos cuentos seguramente describió “sus largos domingos vacíos, su tedio americano, su soledad”, como dijera Borges sobre el autor de “Crónicas marcianas”.  E imaginó otros, sus historias más famosas, aquellas que pobló de naves espaciales. Pensé en sus “Crónicas marcianas” y en el hermoso libro “El vino del estío”.
¿Cuántos cuentos había escrito? No lo sabía; quizá más de tres mil. Finalmente,  me dijo que escribía sus cuentos y sus novelas buscando emocionar a sus lectores, pues para él ésa era la tarea esencial de la literatura. Sí, todo por sentir.

 Aunque fue breve fue mi encuentro con el ilustre maestro de la “ciencia ficción”, para quien desde casi niño ha leído con entusiasmo, como todos sus lectores, sus espléndidos libros, aquella tarde inolvidable sigue viva en mi memoria y en el corazón.

sábado, 28 de noviembre de 2015

Paseos con Borges


            Muchas veces me pidió Borges que lo llevara desde su departamento en la calle Maipú hasta la librería “La Ciudad”. Debíamos  cruzar la calle y dejarnos ir por la galería donde estaba la librería.
            Era uno de los paseos por Buenos Aires que hice habitualmente con él, hace muchos años, cuando Borges llevaba su alta edad con alegría y yo era muy joven y había publicado mis dos primeros libros de cuentos.  Borges por aquellos días había hecho publicar en “La Prensa” de Buenos Aires un cuento mío, que le había leído. Luego este relato se publicaría en un libro de cuentos en Montevideo, en Buenos Aires y Bilbao. Más tarde este relato fue traducido al inglés por Donald Yates, primer traductor de Borges (a quien visité en su casa en California) y se publicó en la revista “Ellery Queen’s Mistery Magazine” en Nueva York.  Unos años después, mi cuento se estudiaba en un curso de literatura en Washington University, llamado “De lo mágico a lo fantástico”, para el que se había editado un libro que se iniciaba con una parábola de Borges y cerraba mi cuento, titulado “El hombre que robó a Borges”. En las líneas informativas del libro del citado curso, se decía de mi relato: “Este cuento, como usted descubrirá, tiene una curiosa estructura, una característica que sin duda Loza ha extraído de sus lecturas de la prosa y la poesía de Borges….”.
            En la librería “La Ciudad” Borges conversaba con sus amigos (el propietario y sus empleadas) y firmaba ejemplares de sus libros, los que luego se vendían allí al mismo precio que los no autografiados. Borges sostenía, con el humor que le era característico, que con el tiempo sus libros más valiosos serían justamente los que no tenían su firma.
            Y bien, salimos a la calle poblada de sonidos. Once de la mañana. En la puerta de su casa me toma el brazo, como de costumbre, y camina lentamente apoyándose en el bastón, uno de los seis que tenía.
            --Borges –le dije--, sé que está escribiendo dos libros, una colección de poesía y una colección de cuentos. ¿Ya están terminados?
            --El de cuentos no, el de poesía está concluido. Tengo bastantes composiciones, creo que 57, lo cual está muy bien, porque con 40 tengo un libro. Quiere decir que puedo eliminar 17 y quedarme con las menos malas.
            --¿Cómo lo va a titular?
            --No me ha sido revelado todavía.
            --¿Le resulta muy difícil encontrar los títulos?
            --No… He inventado un truco, bastante torpe, pero que sirve: es el de dar al libro el título de la última composición. Algunas de las 30 o 40 composiciones puede  tener un título que no sea demasiado feo. Y entonces doy ese título al libro… Por eso mis libros se titulan “La rosa profunda”, “La moneda de hierro”, “El oro de los tigres”, que son los títulos de las últimas composiciones. Con eso se crea la ilusión de que todo el libro va hacia ese título.
            Caminando por Maipú  lo detiene un hombre con acento extranjero, y le habla en voz muy alta. La gente nos rodea, mirando a Borges.
 --¿Usted venía a verme? --le pregunta Borges.
 --No, no, sólo quería decirle que lo admiro.
Borges dijo:
--Gracias, gracias. Ahora, adiós.
            Seguimos nuestro camino. Borges se detiene y me dice:
            --Sin duda ya la he dicho aquellos versos criollos, donde eso está dado no por las palabras sino por la entonación. Eran ocasionales, pero lindos versos.
            --¿Y cuál de ellos me iba a decir?
--Aquel que decía: “Velay la estampa del Gallo, que sostiene la bandera, de la Patria verdadera, el 25 de Mayo. Bailáte un cielito rabioso, cosa linda  en ciertos casos, que haya un hombre ganoso de divertirse a balazos”.
            --Borges, ¿y los versos de Ascasubi, sobre los orientales?
            --Son muy lindos. Los escribió después de la victoria de Cagancha, por los entrerrianos. Fue derrotado Urquiza. Decía así: “Querélos, mi vida, a los orientales que son domadores sin dificultades. Que viva Rivera, que viva Lavalle, tenémelo a Rosas que no se desmaye…”. Qué lindos versos, ¿no?

            Y llegamos a la librería, de la que tengo no pocos libros. Lo esperaban con la silla especial para él, con almohadón, junto a la mesa baja, donde estaban sus libros. No mucho después Borges comenzaría a dejar en ellos su firma, mientras hablaba de los temas más variados de su mundo, es decir, la literatura.

sábado, 21 de noviembre de 2015

París emocional


Tras el horror y el dolor, París va recuperando la paz perdida, la alegría de vivir, sobreponiéndose a cuanto ha ocurrido. Y entre tantas formas de lograrlo,  he leído que, en estos días, los parisinos dejan junto a las velas y los mensajes a los muertos en el improvisado altar en la Place de la Republique, también un ejemplar del libro “París era una fiesta”, donde Hemingway evoca sus primeros años allí.
Pensando en ello, les invito a realizar una recorrida emocional por París, recorriendo en consecuencia la rue Cardinale Lemoine hasta la Place de Contrescarpe, donde veremos a nuestra derecha la  primera casa que habitó Hemingway en París, junto a su mujer (Pauline) y su pequeño hijo, en el 74 de esta calle. La pintó en ese libro inolvidable, el primero publicado tras su adiós a todos.
Cuando este caminante conoció y visitó el departamento donde vivió Hemingway, aún no había sido colocada la placa que, desde hace muchos años, lo señala a quien por allí deambula, recogiendo además las palabras finales de este libro memorialista, donde dice:  “Yo he hablado de París según era en los primeros tiempo, cuando éramos muy pobres y muy felices”.
Cruzando la calle, en el 71 de Cardinal Lémoine, está el departamento (que fue de Valery Larbaud) donde James Joyce escribió su memorable novela  “Ulises”.
            Y seguimos andando. En la place de Contrescarpe, con su fuente de agua en el centro, está el restaurante de comida china y la antigua charcuterié de toldos amarillos, siempre rodeados por gente que va y viene haciendo sus compras, y el alargado Café Contrescarpe, donde pasé una tarde con el escritor Jorge Semprún, quien lo visitaba a menudo, celebrado autor de  tantos libros inolvidables como “La segunda muerte de Ramón Mercader” y “Adiós, luz de veranos…” y películas como “La guerra ha terminado”.
            Dejándonos ir, torciendo a la derecha, llegamos al 37 de la rue de la Bûcherie, a la librería "Shakespeare and Company", con sus miles de libros antiguos, fotografías colgadas a las paredes y sus repletas mesas interiores en el piso desparejo y las ofertas en la vereda.
            Esta librería evoca un templo literario. La norteamericana Silvia Beach fue la fundadora y ángel tutelar, hacia 1919, pero en otro lugar. El mobiliario de entonces lo eligió en casas de antigüedades y en el mercado de las pulgas, y los libros en tiendas de libros ingleses de segunda mano de París y más volúmenes llegados desde Estados Unidos y desde Londres. Cada socio de "Shakespeare and Company" tenía entonces un carnet y podía elegir uno o dos libros. Uno de los primeros abonados fue André Gide. Luego llegaron los integrantes de la llamada (por Gertrude Stein) "generación perdida", con Hemingway y Scott Fiztgerald a la cabeza. A James Joyce le editaron allí su novela “Ulises”, la que leyó el 7 de diciembre de 1921.
            Hoy, en la recorrida por esta caótica y deliciosa librería cargada de historias ajenas, podemos hablar una vez más con David Delannet, su responsable. El año pasado, recuerdo, me obsequió un libro que editó con la historia de la librería, sumándole coloridas fotos de este mundo donde  uno puede encontrar las obras más sorprendentes.
            Y luego, con algunos de esos libros como un tesoro bajo el brazo, seguimos andando, y qué mejor que sentarnos en la terraza de “Les Deux Magots”, en St. Germain, al que Sartre y Simone de Beauvoir, así como Hemingway, concurrían habitualmente.  
            Y mientras bebemos una copa y miramos los libros que hemos comprado,  en medio del ir y venir de tanta gente, pensamos que todo está igual a tantas visitas anteriores, pero en verdad nunca nada se repite en París.

domingo, 15 de noviembre de 2015

Mi novela sobre el Café Gijón en Madrid
             Me emocionó ver la tapa de mi novela “Muerte en el Café Gijón” en un cuadro colgado en una de las paredes del restaurante de este emblemático café,  en Paseo de Recoletos, que es desde su fundación en 1899  un auténtico centro de la literatura española. Aquí venían a pasar sus tardes enteras bebiendo café en sus mesas escritores como Valle-Inclán, Perez Galdos, el Premio Nobel Camilo José Cela, Fernando Fernán Gómez (autor de “Las bicicletas son para el verano”)  y, entre tantos más, Francisco Umbral, autor  "La noche que llegué al Cafe Gijón". Y esta costumbre se mantiene incambiada así que pasen los años.
            Hay acaso una docena de libros directamente vinculados con este emblemático café, y en esa lista está mi novela "Muerte en el Cafe Gijón", publicada en 2010 por Ediciones de la Plaza, aquí en Montevideo, y en 2012 por la Editorial Funambulista, en Madrid.
            En el restaurante de este elegante café se han ido colgando, desde hace mucho tiempo, cuadros de personalidades vinculadas a él,  como los mencionados, y hoy como el novelista y académico Arturo Pérez-Reverte, autor de “El capitán Alatriste”,  o el novelista Raúl Guerra Garrido (Premio Nacional de Literatura de España), a cuya pluma debemos “La mar es mala mujer”, llevada a la pantalla grande,  “El que sueña novela” y, entre tantos más, su celebrado libro “La Gran Vía es New York”. 
            Precisamente mis amigos Raúl Guerra Garrido y el poeta y periodista bilbaíno Germán Yanke, presentaron en Madrid la edición española de  “Muerte en el Café Gijón”. El acto fue en la librería “La buena vida”, de Jesús Trueba, hermano del director de cine Fernando Trueba (ganador del Oscar a la mejor película extranjera por “Belle Epoque”) y del escritor y cineasta Daniel Trueba.
            Recuerdo que Fernando Trueba, sentado en primera fila en el acto de presentación, antes de marcharse con un ejemplar de mi novela, me hizo varias preguntas, todas ellas relacionadas con la importancia visual de las tres ciudades donde ocurre la historia, y que sólo conocía entonces por lo que habían dicho allí los presentadores del libro. Anotó en una pequeña libreta mis respuestas.  La importancia visual del Café Gijón, sustancial, porque allí ocurre la escena clave de la novela. La importancia visual de París; mucha, pues ocupa un capítulo de la vida del protagonista. La importancia visual de Montevideo, de donde es oriundo el protagonista, intrascendente porque desde aquí sólo le llegan cartas.
            Vuelvo al pasado mes de septiembre, cuando vi entre las fotos de tantas plumas espléndidas de las letras españolas, el cuadro con la tapa de mi novela. En la carátula de esta edición de “Muerte en el Café Gijón”, publicada en Montevideo, vemos sobre una mesa un pocillo de café del Gijón, una hoja y un lapicero. Fue tomada allí, para esta edición. La carátula de la edición española muestra, en cambio, al Café Gijón desde la calle.
            Gracias a la edición española, mi novela fue elegida por “La Vanguardia” de Barcelona (en diciembre de 2012) como una de las más destacadas de ese año, junto a otras de Andrea Camilleri, Lorenzo Silva y Michael Connelly, y por este motivo las sugerían como regalos especiales para esa Navidad.       
             El autor de “Aquellos bohemios del Café Gijón”, José Bárcenas, que es además director de relaciones públicas de este célebre café, me dedicó un ejemplar de su libro, y escribió en él que ya formo parte de la historia de ese templo literario. Me siento encantado, por cierto, y esperando volver pronto a este café que visito  desde hace tantos años.  

viernes, 6 de noviembre de 2015

Bioy Casares en la intimidad

            El escritor argentino Jorge Torres Zavaleta es autor de una vasta obra literaria, que ha merecido numerosos galardones. Ha sido profesor y dictado seminarios. Cabe mencionar su reciente libro de cuentos “El borde peligroso”, los relatos reunidos en “Cazar un tigre”, las novelas “El verano del sol quieto” y “La noche que me quieras”, la trilogía “Campos salvajes” situada en 1870, y, entre otros,  “Bioy Casares o la isla de la conciencia”, un espléndido retrato del ilustre autor argentino ganador del Premio Cervantes. Sobre este libro, reciente también,  hemos dialogado.
            --¿Cómo definirías a Bioy Casares, con quien tuviste una larga amistad?
           Me parece que Bioy era, ante todo, una persona reflexiva que había logrado domar una impulsiva imaginación surrealista para ponerla al servicio de una gran habilidad para diseñar historias fantásticas. Creo que era un maestro en cuanto a la construcción de argumentos, que algunos de sus cuentos están entre los mejores del siglo XX en cualquier idioma y que de poco consiguió domar un estilo que le entorpeció las primeras obras.
            --¿Y cómo era personalmente?
             Personalmente era hombre de una gran cortesía y amabilidad, que sin embargo no traicionaba sus ideas por coincidir en el instante con el otro. Tenía mucho encanto y se ocupaba de procurar una especie de acuerdo que resultaba muy estimulante. Su conversación era brillante, con salidas muy simpáticas. A mí me resultaba estimulante su trato y charlé mucho con él. Estas charlas del libro “Bioy Casares o la isla de la conciencia” son un reflejo de aquella época y de mi relación con él a través del tiempo.
            --¿Cómo nació tu relación con Bioy Casares?
            --Nos mudamos de una casa en Palermo Chico a un departamento muy grande en Posadas 1650. Ese edificio era de las hermanas Ocampo. Nos instalamos en el primer piso y en el quinto vivían los Bioy. Yo tenía dieciocho años. Esa etapa duró hasta mis veinticinco años, fue una de las más estimulantes de mi vida.
            --Influyeron en tu obra literaria Bioy Casares y su amigo, y tuyo, Borges?
            --En cuanto al estilo yo creo que tanto Bioy como Borges influyeron, por suerte, en mi estilo, no en cuanto a los temas. Me di cuenta que cada palabra debía valer por sí misma y por su ubicación en la frase y me convertí en un gran corrector de mí mismo. Bioy me resultaba admirable como escritor y arquitecto de historias, pero a la vez no me parecía lo suficientemente vívido.

            --¿Cómo era la relación amistosa y literaria de Bioy Casares y  Borges?
            --
Al principio de  la relación Borges fue el maestro pero después, al convertirse a un estilo más llano, Bioy influyó en Borges. En ese sentido Bioy influyó más en Borges que Borges en Bioy. Recuerdo que en un taller literario a Bioy le preguntaron con mucha timidez: señor Bioy, usted que es un elegido… y él respondió “no, yo no soy un elegido, yo me elegí a mí mismo”. Yo creo que eso es algo que todos podemos hacer, que está en nosotros y que para elegirnos y para que la elección sea válida debemos buscar, a la vez, la lucidez y la humildad.