lunes, 28 de diciembre de 2015

Borges y el humor

Mis diversas entrevistas a Borges, en Buenos Aires y Montevideo,  están reunidas en mi libro “Conversación con las catedrales. Encuentros con Vargas Llosa y Borges” (Editorial Funambulista, Madrid, 2014).  Con él tuve el placer de caminar por las calles de Buenos Aires, o bien asistir  a su tertulia en la librería “La Ciudad”, en la galería frente a su casa, y, entre tantos recuerdos,  un día me dijo que el dueño de esa librería hablaba el único idioma que él no conocía. ¿Cuál era?, pregunté. “El guaraní”, me dijo. Y me contó que hablaban en guaraní mientras ella cocinaba y nunca se enteraba  qué decían.
Era tan imprevisible, Borges, que una mañana cuando estaban filmado para la BBC de Londres en su casa, un programa especial sobre sus 80 años, que cuando llegó el momento de la lectura de un poema él insistió  en que debía hacerlo yo (me negué varias veces) y, al fin, por decisión de la periodista (Judith Bumpus), me filmaron leyendo “Heráclito”, junto a Borges, que era poema que habían elegido.
            Como le conocí bastante, puedo decir que además de  generoso y cordial, tenía muy buen humor y, como corresponde, comenzaba por tomarse  el pelo a sí mismo. Afirmaba: "Me gustan las bromas; soy partidario de los bromistas.  Sobre todo de los bromistas que hacen bromas sobre sí mismos, de la gente que no se toma en serio".
            En plena calle, cierto día, se cruzó con un lector anti/borgeano  sin duda,  que lo increpó groseramente diciéndole: "¡Usted un bluff!". Borges giró la cabeza, lo miró con sus ojos ciegos y le respondió: "Estoy de acuerdo, señor; pero un bluff  involuntario". Otra. Una dama, emocionada, detuvo al escritor al cruzar la calle y con entusiasmo le  dijo: "Pero, ¿usted es Borges, verdad?". Y él, tomándole las manos, le respondió:   "Sí. Pero si seguimos aquí corro el riesgo de dejar de serlo en cualquier momento".
            Al mito le gusta más el Borges serio, el del intelectual en su torre de marfil, labraba poemas y cuentos con espejos y laberintos, todos ellos destinados a la posteridad. Pero había otro Borges, el humorista. Volvamos a él, recordando que buen acopio de ello realizó el poeta argentino Roberto Alifano,  quien fuera su secretario  mucho tiempo, reuniendo sus humoradas en un libro.
Y bien vale la pena compartir algunas de esas anécdotas que muestran al otro Borges (que es el mismo, a fin de cuentas), nacidas de hechos cotidianos. Por ejemplo, Borges se encontraba en el Departamento de Policía renovando su pasaporte, sentado en el despacho del comisario, y  los policías se tomaban algunas fotos con él. Fue allí en ese momento que se enteró de que el Premio Nobel había sido otorgado a García Márquez. De esta manera los  periodistas de “policiales” argentinos tuvieron la primicia de sus declaraciones.  Borges les dijo: "Yo pienso que es un excelente escritor. "Cien años de soledad" es una gran novela, aunque creo que tiene cincuenta años de más... El hecho de que se lo hayan dado a García Márquez y no a mí revela la sensatez de la Academia Sueca; mi obra no es tan importante".
Y a un periodista francés que le había pedido que definiera la época que vivía, Borges le  comentó: "Y, el hecho de que yo sea famoso, es algo más que suficiente para condenarla".
Invitado a Rosario (Argentina) a dar una conferencia, cuando  finalizó , mientras servían el almuerzo en el salón principal del club, Borges pasó al baño a lavarse las manos. Abrió el grifo y cayó una gota de agua,  luego otra y después otra. Inquietos por su demora, fueron por él, y le preguntaron: "¿Qué pasa, Borges, no sale agua?”. Borges, inmutable, respondió:   "Sí; pero con escrúpulos".
            Y para fin, baste recordar un domingo cuando Borges y un amigo salieron a la calle, tras almorzar en un conocido restaurante de la calle Corrientes, en el preciso momento que pasaba un camión con hinchas de Boca Juniors. Cuando lo vieron,  le gritaron: "¡Borges, sos más grande que Maradona!". Y el eterno candidato al Premio Nobel, sonriendo, le dijo a su amigo: "Bueno, eso estaría bien que lo gritaran en Estocolmo, a ver si influyen un poco en los académicos suecos".

            Sí, el maestro Borges era único.

domingo, 20 de diciembre de 2015

La mejor de cuantas noches han sido


Resuenan villancicos en el aire con esas canciones poéticas y sencillas  que  se cantan desde siempre y que dicen:  "En el portal de Belén hacen lumbre los pastores/ para calentar al Niño que ha nacido entre las flores...". O bien: "La Virgen se está peinando entre cortina y cortina/ los cabellos son de oro y el peine de plata fina./ La Virgen está lavando y tendiendo en el romero/ los angelitos cantando y el romero floreciendo./ La Virgen está lavando con un poquito jabón/ se le picaron las manos, manos de mi corazón..."
            El jueves será la Nochebuena y el viernes Navidad. Y en estos momentos a la memoria le da por dispararse hacia nidos de antaño y también por hacer un repaso de los días vividos. En ese paseo el corazón se va algodonando de sentimientos encontrados, y es natural que así sea. Pensamos en flaquezas que nos emboscaron y en las alegrías verdaderas, y llegamos a sentirnos la hierba más débil y la criatura más fuerte.
            Pero llega la Nochebuena y debemos estar preparados para recibirla. Con el alma reluciente y con nuestra mejor sonrisa, mirando hacia nosotros y, sobre todo, a los otros Y así, pensando en la bienaventuranza del amor, besemos esa noche las mejillas queridas sabiendo que recibiremos una ofrenda semejante.
            En la cena de la Nochebuena festejamos el nacimiento del Niño de Belén. Infinito, y para compartir con todos. He ahí su simbolismo. Todo nacimiento es motivo de alegría, porque da cabida a la vida y a su hermana gemela, la esperanza. Es una alegría que tiene conciencia de su milagro y que por ello reaviva el milagro de vivir.
La Nochebuena no es una fiesta privada, nos atañe a todos, porque Dios no puso límites. Esta certeza es esencial. Nos permite mirar hacia adentro, procurando encontrar un huequito de luz para retemplar el corazón, y nos acerca a los seres que amamos buscando que no se nos escape una sola migaja de felicidad.
            Por cosas como ésta, vamos hacia ahí y comamos y bebamos en paz, con los nuestros, y levantemos con alegría una copa en ese momento en que por el cielo cruza esa "estrella que se ha perdido y en su rostro resplandece".

No olvidemos que en la primera Nochebuena, los ángeles desearon la paz a los hombres de buena voluntad. Vamos entonces a desearla a todos, también nosotros,  en la mejor de cuantas noches han sido.

martes, 15 de diciembre de 2015

Enrique Beltrán, espíritu que sopla


Se cumplen hoy dos años del adiós a todos del Dr. Enrique Beltrán.  A los 95 años levantó el vuelo. Fue hijo de uno de los fundadores de “El País”, periodista y director de este diario, legislador, poeta y amigo entrañable de sus incontables amigos.
Quiero recordarlo, hoy, a través de las páginas de su libro “Desde el recodo” (Ediciones de la Plaza), porque sus artículos sobre un abanico de intereses, son un espejo de su personalidad.
Sus escritos  tratan  de la libertad y la democracia. Y don Enrique  sabía muy bien aquellas palabras que pronunció  André Malraux (al que conoció), señalando que el honor de un hombre consiste en “reducir la parte de comedia”.
El paso del tiempo le dio a don Enrique, sabiduría, gravedad y hondura. Abogado, cuatro veces legislador del Partido Nacional, viceministro de Instrucción Pública y Previsión Social,  fue proscrito cuando el golpe de estado de 1973. Periodista desde siempre, primero como crítico teatral, hizo después de sus columnas todo un género literario.
Cuando en 1984 se abría el camino hacia las urnas en nuestro país, don Enrique evocó evanescentes instantes con su padre: “una borrosa imagen de perfil, con una rodilla en tierra, mientras movía ante mis ojos, un pequeño caballo sobre ruedas. Nunca sabré por qué, en el largo torrente, ha quedado flotando ese único recuerdo”. Sabía que aquel joven de poco más de treinta años, cuya elocuencia seducía en el ámbito político, un Viernes Santo marchó hacia su destino con sencillez. Se batió a duelo con el Dr. Batlle y Ordóñez. Y murió en el campo del honor. En esa evocación, don Enrique descubrió “de qué manera aquella vieja y lejana lucha de un ayer que para muchos será remoto, vuelve a tener la admirable actualidad de una verdad siempre permanente”.
No olvidó a los muertos de Tiannamen, ni la caída del Muro de Berlín. Y del Papa Juan Pablo II, escribió: “Me ha vuelto a conmover esa figura vestida de blanco, cargada de años, de sufrimientos callados, mensajero incansable de la paz, a pesar de todos sus cansancios, revelando una vez más, la formidable fuerza del espíritu imponiéndose a un físico debilitado y a veces claudicante, al que no deja rendir pese a la dura y larga marcha”. Y, visionario como era, alertó en 1999 sobre los riesgos de aportar por Chávez en Venezuela.
Así, entre la muerte de su padre y el asesinato de un demócrata español por la ETA, con la que cierra sus páginas,  “Desde el recodo” lo pinta de cuerpo entero, recorriendo un tiempo sin olvidos ni fugas, y analizando la época que vivió con intensidad.
Siempre he pensado que a la pluma de don Enrique la guiaba el mismo impulso que a la de Frédéric Bastiat, quien dijo estas palabras:  “…la Libertad que es un acto de fe en Dios y en su obra".

Siento, como todos sus amigos, de varias generaciones,  que don Enrique Beltrán fue un hombre claro, luminoso y sensible. Por eso, a pesar de su ausencia, podemos recordar en sus páginas,  su  espíritu, ese que sopla aún y todavía. 

sábado, 12 de diciembre de 2015

En la Misión Dolores, en San Francisco

            Domingo en la ciudad de San Francisco. Voy a la  misa en la Misión Dolores, capilla debe su nombre a una antigua y pequeña corriente de agua llamada Arroyo de Nuestra Señora de los Dolores.  Y es el edificio más antiguo que se conserva en pie, pues su estructura se terminó en 1791.
            La capilla fue hecha en madera, barro y cuero. La misión, en honor de San Francisco de Asís, fue dentro de California el complemento de las grandes esperanzas del fundador de las misiones, el Padre Junípero Serra.  Con cariño, allí entrecierro los ojos un instante y recuerdo a Fray Emilio de Minas.
            La Misión Dolores es pequeña, el altar austero y las blancas paredes reproducen coloridas escenas, entre otras,  las del bautismo de los indios. Aquí estuvo el Papa Juan Pablo II, cuando visitó San Francisco.
            Al finalizar la misa se sirvió café y refrescos a todos, para conmemorar un nuevo año de la fundación de la Misión San Francisco de Asís. En los arbolados patios, calmos, con caminitos sinuosos, se desplazaba la gente con su pocillo o su vaso. Y aquí, en este lugar, me doy cuenta de pronto que se filmó una escena de “Vértigo”, la famosa película de Alfred Hitchcock, donde James Stewart observaba a la distancia a Kim Novak. Por cierto, no esperaba encontrarme con esta sorpresa. Yo camino con los ojos abiertos.
            Luego me integro de nuevo a la ciudad de San Francisco, ciudad que tiene entre las colinas incontables caras. El suyo es un mundo interminable.                                                 
            Arracimados, los turistas se trepan al tranvía para hacer sus clásicos paseos y los chicos van colgados con medio cuerpo hacia fuera tomados del pasamanos. Y los autos descienden por Lombart Stret, la más sinuosa calle del mundo, entre los jardines, cuesta abajo, y todo el mundo los filma. Y los edificios modernos irrumpen, de súbito, en una escenografía de sobria elegancia, como un golpe de color.
            Nada es previsible en San Francisco, ciudad donde una mirada jamás se repite, y donde el sol cae absoluto en sus calles sorprendentes.
            Al anochecer me gusta ir a Sausalito. Allí, cerca del mar, en las terrazas que parecen entrar en las aguas sobre las playas de piedra, se ven distantes las luces de la ciudad de San Francisco. Cerca pasan yates como en sueños. El aire es tibio, y los platos habituales suelen ser langosta y vino. 
            La noche se despliega vastísima y estrellada por encima del hermoso puente, y poblada de estrellas.

sábado, 5 de diciembre de 2015

Aquella tarde con Ray Bradbury

Conocí personalmente a Ray Bradbury en la “Feria del Libro” de Buenos Aires. Tengo, a mi derecha, en mi biblioteca, una foto de aquella tarde. Me veo, saludándolo, de reojo,  mientras escribo estas palabras.
Ray Bradbury, un hombre obeso, de cabellos blancos como el algodón, simpatiquísimo, me dijo que nunca había conocido personalmente a un uruguayo, pero que recordaba haber recibido un libro y unas cartas de un escritor joven de mi,  al que no había visitado nunca. Eso había ocurrido hacía mucho tiempo; agregó que él había respondido a aquel joven escritor.
Tras un silencio breve,  para sorpresa de ambos, repasando  el tiempo, me di cuenta de todo. Y con una sonrisa, le dije que aquel escritor tan joven de entonces, al que le había escrito dos cartas, era yo.  La audacia propia de los muy jóvenes me había estimulado a enviarle “La espera”, mi primer libro de cuentos.
Me miró. Se mostró entusiasmado.
Le comenté que conservaba sus dos cartas. Una de ellas estaba firmada con un bolígrafo de color verde. Ambas tenían un logotipo extravagante, que mostraba una suerte de casa alargada que ocupaba de un extremo a otro la hoja; el dibujo de esa casa de dos plantas y sin pared al frente permitía ver en sus habitaciones algunas personas y objetos y, en el segundo piso, a un caballo.
Sonrió. Ray Bradbury me dijo las había escrito en su estudio, al que iba cada mañana, caminando, porque no sabía conducir automóviles.
            Recuerdo haberle preguntado cómo hacía para escribir, día a día, una historia diferente. Cómo lograba estar siempre inspirado. Y me contó entonces que tenía una caja rebosante de tarjetas, con anotaciones y argumentos que se le habían ido ocurriendo a lo largo de la vida, y esas tarjetas le daban sus temas.
            Pero tenía un secreto. ¿Un secreto? Sí, me comentó, para llegar a la esencia emocional de aquello que escribiría se fijaba en su estado de ánimo. Me dijo: “Si me siento  muy feliz escribo poemas; pero en cambio, si la melancolía me ronda, escribo un cuento de  mi infancia”.  Y en estos casos se dejaba ir por los caminos de la nostalgia hacia los días de la niñez para recuperar con palabras poéticas los atardeceres donde, en la terraza de su casa, se hamacaba su padre y, altas, las estrellas comenzaban a dibujarse en aquellos cielos que siempre atraían su mirada.
            En esos cuentos seguramente describió “sus largos domingos vacíos, su tedio americano, su soledad”, como dijera Borges sobre el autor de “Crónicas marcianas”.  E imaginó otros, sus historias más famosas, aquellas que pobló de naves espaciales. Pensé en sus “Crónicas marcianas” y en el hermoso libro “El vino del estío”.
¿Cuántos cuentos había escrito? No lo sabía; quizá más de tres mil. Finalmente,  me dijo que escribía sus cuentos y sus novelas buscando emocionar a sus lectores, pues para él ésa era la tarea esencial de la literatura. Sí, todo por sentir.

 Aunque fue breve fue mi encuentro con el ilustre maestro de la “ciencia ficción”, para quien desde casi niño ha leído con entusiasmo, como todos sus lectores, sus espléndidos libros, aquella tarde inolvidable sigue viva en mi memoria y en el corazón.