jueves, 29 de octubre de 2015


El cartero de Neruda

Para Antonio Skármeta

     A Mario, el personaje central de “Ardiente paciencia”, lo vi por primera vez en un pequeño teatro de Nueva York. Esta celebrada pieza teatral estaba interpretada por un elenco chicano. 
            Pasaron años (como decía Maupassant para ahorrar momentos tediosos) y luego aquella pieza se convirtió  en una novela y más tarde pasó al cine. Mario se convirtió en una celebridad.
            Mario era un muchacho sin lecturas, un poco haragán,  un poco torpe; y un buen día obtuvo un modesto trabajo. Cartero.
            Debía llevar diariamente en su vieja y pesada bicicleta la abundante correspondencia que recibía nada menos que el ilustre poeta Pablo Neruda.
            Y allá va y viene, pedaleando, hasta la casona del solitario poeta quien, poco a poco, comienza a sentir afecto por su cartero personal.  Luego conversan y el famoso poeta le responde, en diversas charlas entrecortadas, algunas ingenuas preguntas a su cartero.
            Mario es un muchacho enamorado de una chica que, como corresponde, no le corresponde.
            Y además se llama Beatriz.
            Y bien, así van sucediéndose los días, que unos tras otros son la vida. Y las metáforas, también, porque don Pablo, el poeta se las explica a su cartero y éste intenta modelar unos versos.
            Quien conoce muy bien la historia de Mario (una historia un poco melancólica, tristona y envolvente) es un escritor chileno tan generoso como dueño de una proverbial simpatía, Antonio Skármeta, quien ha alcanzado vasta notoriedad contando tantas historias en cuentos y novelas traducidas a treinta idiomas, además del lenguaje del cine.
            Pues bien, cuando su novela pasó a la pantalla grande (ganó 25 premios el film) Mario encontró allí el increíble rostro de Máximo Troisi (ojos tristes y una voz apagada, voz que habla para adentro mientras mi amigo Ulises Passarella entrecierra los ojos y despliega su bandoneón para que surja una leve melodía memorable), sensible actor que, tras interpretar a Mario, al día siguiente de terminada la filmación, levantó el vuelo.
            Mi amigo Antonio Skarmeta recuerdo que tenía, dicho sea de paso, en las horas libres, un programa de televisión donde hablaba de libros y también pedaleaba una bicicleta, emulando al querido cartero, cuesta arriba y envuelto en la dulce tonada que empujaba a Mario cuando iba con paquetes y sobres a casa del poeta.
            En aquella lejana pieza teatral que vi una fría noche neoyorkina, moría el poeta chileno y Mario, acongojado, lo sobrevivía. En la versión cinematográfica, en cambio, quien se despide es el cartero y el poeta Pablo Neruda lo recuerda escuchando las voces secretas del ondulado mar bajo un espejo deliciosamente azul.
            No podía ser de otra manera. ¿Cómo iba a resistir alguien tan puro, tan tímido y fugitivo, tanto tiempo, y con una bicicleta, en este mundo de armaduras?

jueves, 22 de octubre de 2015







Recuerdos de Funes, el memorioso


No, no puedo decir que lo recuerdo. Tampoco yo puedo, al igual que Borges, "pronunciar ese verbo sagrado", pues estoy hablando de Funes, el memorioso. 
Vivió en Fray Bentos, en la Banda Oriental del Uruguay allá por mil ochocientas ochenta y tantos, donde trenzaba  tientos.  
Hombre pequeño, cetrino, tenía la voz pausada y nasal de los orilleros. Muchos lo conocieron y, me aseguran,  que no pocos escribieron sobre él algunas línea sobre pel. Entre ellos, don Pedro Leandro Ipuche, quien en su Treinta y Tres natal, en el este uruguayo, aseguró que Funes le parecía  "Un Zarathustra cimarrón y vernáculo". 
Pero lo cierto es que aquel hombre agobiado y manso que vestía bombachas y alpargatas y en sus labios finos llevaba colgado un cigarro, era hijo de una planchadora de pueblo, de doña María Clementina Funes. Decían que su padre había sido domador en Salto, Uruguay; y otros decían que no, que era un médico del saladero, apellidado O'Connor. Nunca se aclaró bien este asunto. 

* 

Funes vivía en un ranchito muy prolijo. Le gustaba pasarse las tardes en penumbra, en la última pieza de un corredor de baldosas. Allí se sucedían las horas muertas mientras trenzaba;  y otras veces no hacía nada, tendido en el catre. Miraba el techo y fumaba y repetía frases en latín, en inglés, en francés, en portugués.   
Como fuera, lo que más nos importa de este hombrecito es otra cosa. 
Funes había inventado un disparate: un sistema original de numeración que llegaba hasta el veinticuatro mil. No lo había escrito porque bastaba que lo pensara una sola vez para que no se borrara más de su asombrosa memoria. Pero su sistema de numeración era, digámoslo desde ya,  impracticable,  demencial. En lugar de siete mil, decía "Máximo Pérez"; en lugar de siete mil catorce, "El Ferrocarril"; y en lugar de quinientos decía "nueve".  
Gracias a su casi aterradora memoria se hizo célebre; Borges la difundió por el mundo y en varias lenguas. 
Yo recuerdo (¿pudo usar  sin rubor esta palabra?) que el poeta italiano Eugenio Montale decía que el oficio de la memoria, era olvidar. Pero eso nunca le ocurrió a Funes, bien llamado el memorioso.  
Vivía en un mundo "abigarrado", como decía Borges, y  era demasiato torpe como para de alejarse de él. 
Funes era capaz de recordar cada hoja de cada árbol de cada monte, capaz de recordar la estela que dibujó el agua al levantarse cuando se hundió un remo. Y reconstruir un día, le insumía un día entero.  
Murió muy joven, de congestión pulmonar, en el año 1889. 
Nunca fue más allá de los suburbios de Fray Bentos.  
Tampoco del laberinto de sus recuerdos. 

viernes, 16 de octubre de 2015

Perfume del tiempo

           
           
            El pasado 5 de octubre presenté en la Feria del Libro aquí en Montevideo, acompañado por el periodista Alejandro Camino, mi reciente libro “Perfume del tiempo” (Ediciones de la Plaza).  Como está tan cercano con el nacimiento de mi blog literario, he pensado en inaugurarlo, hablando de este libro que está hecho con los recuerdos y los sueños de los hombres, que no se detienen nunca, con ideas y momentos de la vida de hombres y mujeres singulares, con escrituras e imágenes y variadas sorpresas que viven en mi memoria. Son, todos ellos, instantes fugaces de paisajes muy familiares.
 Yo creía que pensaba, pero en realidad soñaba, sentado en los atardeceres en un banco de madera alargado y curvo, pintado de verde, bajo los árboles de la Plaza Libertad de Minas, donde viví mi niñez, adolescencia y la primera juventud. De aquellos días guardo especial memoria. Muy joven me radiqué en Montevideo. Pero la ciudad de Minas, a la periódicamente visito,  ha permanecido viva en mi memoria, y, por cierto, está presente en no pocos de mis libros de cuentos, en varias mis novelas, entre ellas una que se editaré a finales de año por Ediciones de la Plaza, aquí en Montevideo, llamada “El secreto de Amparo” y otra que acabo de terminar y cuyo título no quiero dar a conocer todavía. En ambas está en el fondo Minas, que mucho ha cambiado la con el paso del tiempo, y que es ya casi, para mí, una ciudad imaginaria. También está París, en la primera de estas dos que he nombrado, porque vive en mí.
Pero vuelo a “Perfume del tiempo”. El libro se abre contando que una distante noche, cuando era un adolescente, en mi pequeña ciudad de Minas, en un café al que íbamos después del cine, vi a la actriz Ursula Andress, la famosa heroína de las películas de James Bond. Y siguen los recuerdos, Otro: aquel mediodía cuando el destacado escritor, profesor y crítico literario del semanario “Marcha”, Angel Rama, me presentó en Montevideo a Pablo Neruda. Yo tenía 20 años. Cuando estuvimos con él, le dijo que yo era un escritor, sin dudarlo. Poco antes había comentado en “Marcha” un libro de cuentos que habíamos escrito varios jóvenes minuanos, el primero, titulado “Ir”.  
Neruda había llegado para dar una conferencia de la que sólo recuerdo una metáfora. Dijo, que temprano por la mañana paseaba descalzo por el jardín de una casa situada frente al mar, en nuestro país, y en el húmedo césped pisó un escarabajo. Y acto seguido agregó: “un rinoceronte del rocío”.
 Y hay muchos otros encuentros en este libro mío que les comento, en diversos escenarios, puesto he ido y venido por el mundo. Evoco en sus páginas los paseos por  calles de Buenos Aires con Borges, quien recitaba en las esquinas ajeno al mundo que sus ojos no veían; mi doble encuentro con Ray Bradbury; andanzas por París y en los sanfermines de Pamplona tras las huellas del  maestro Hemingway. Y visitando los cafés preferidos de Jorge Semprún, en place Contrescarpe, donde me dijo que las palabras detienen el tiempo.
Cuento otras andanzas, otros momentos, en Bilbao, con escritores amigos en Albarracín y algunos encuentros con Mario Vargas Llosa, entre otros momentos ajenos al olvido. Y hablo de testimonios de amistad escrita, con las cartas recibidas de  Ernesto Sábato, de Jorge Amado, de Jean d’Ormesson. 
También escribo sobre tres días a los que, como todo el mundo, recuerdo muy bien. Imborrables. Aquel tan distante, cuando  el hombre pisó la Luna; la caída del Muro de Berlín; y el terrible 11 de septiembre de 2001, con el derrumbe de las Torres Gemelas.
            Este libro se escribió sin que me diera cuenta, porque cada  uno de todos nosotros, con sus pequeñas o sus deslumbrantes maravillas, es el centro de un vasto universo.

            Y bien, yo sigo mis sueños.