martes, 26 de enero de 2016

Música y libros en Nueva York

Oleg, el hijo del célebre compositor Sergej Prokofief (1891/1953), que es pintor y escultor y ha recogido en un libro las memorias de su padre, vive en Londres, y aquella tarde le daban una recepción en el Lincoln Center en Nueva York. Con ese motivo, el hijo de Prokofief había viajado a Estados Unidos, invitado a la primera proyección del film "Alejandro Nevsky" (de Einsestein) exhibido con la música que su padre había compuesto para esa película, que sería ejecutada por la orquesta y el coro de la Filarmónica de Nueva York. Todo un acontecimiento.
Por esos días yo estaba en Nueva York, y me había invitado a asistir a  la recepción a Oleg Prokofief,  la directora del Lincoln Center,  Katharina O’Neill, quien anteriormente había sido la directora artística del Carnegie Hall.
Así, pues, voy a la recepción que ella había preparado para Oleg Prokofief.  Cuando llegué, a pocos metros de mí, se detuvo un taxi y descendió de él una mujer  joven, se sentó en la escalinata mientras, se quitó el calzado deportivo  y se puso los zapatos de tacones altos, acordes al vestido que llevaba. Un hecho habitual en Nueva York, dicho sea de paso. Y se encaminó al ascensor. Subimos juntos.  No miento si les confieso que era muy parecida a Mariel Hemingway.
Oleg Prokofieg contó, con voz queda, que a su padre le gustaba muchísimo Hollywood y que solía visitarlo con frecuencia. Einsestein también estuvo en Hollywood. Hizo, luego, otras historias y, posteriormente, pasaron un video de Prokopfief (padre) tocando el piano. 
Entre los asistentes, en la segunda fila, vestido de manera muy informal, estaba el famoso escritor John Updike. Era un hombre muy alto, delgado y el cabello blanco como el algodón.   Recordé, al verlo, sus muchos libros fascinantes, pero en especial sus cuentos reunidos en “Plumas de paloma”,  el que había leído cuando era un adolescente en mi pequeña ciudad de Minas, entre el círculo de las colinas, para decirlo con palabras del escritor y Premio Nobel V.S. Naipaul. No se imaginaba que en el Uruguay se vendieran sus libros, cosa me que asombró, y le dije que tenía muchos seguidores, muchos lectores.
 Andando el tiempo, escribí un cuento partiendo de este encuentro tan inesperado y agregué a él a su memorable personaje de ficción llamado “Conejo” Ángstrom, que aparece en varias novelas suyas. Este relato, dicho sea de paso, figura en mi libro  “No me dejes en la tierra” (editado por Seix Barral).
Esta pequeña historia es una cifra de  la extraordinaria y caprichosa variedad de acontecimientos, hechos, personas, vidas y sueños, que confluyen en Manhatan en todos nosotros, minuto a minuto, de manera vertiginosa y  única.

viernes, 15 de enero de 2016

Elemental, Watson

       Cuando Sherlock Holmes conoció a Watson, le bastó apenas un apretón de manos para observarlo y desnudarlo.  Lo miró a la cara y con la seguridad que le caracterizaba, le dijo: "Usted ha llegado de Afganistán".
         La afirmación había dado en el blanco.
        El  doctor Watson quedó tan intrigado que, poco más tarde, le preguntó cómo había llegado a saberlo. El famoso detective  se despachó con esta explicación: "Mi razonamiento fue el siguiente. He aquí un caballero que responde al tipo de hombre de medicina, pero que tiene un aire marcial. Es, por consiguiente, un médico militar, con toda evidencia. Acaba de llegar de países tropicales porque su cara es de un fuerte color oscuro, color que no es el natural de su cutis, porque sus muñecas son blancas. Ha pasado por sufrimientos y enfermedad, como lo pregona su cara macilenta. Ha sufrido una herida en su brazo izquierdo. Lo mantiene rígido y de una manera forzada. ¿En qué país tropical ha podido un médico del ejército inglés pasar por duros sufrimientos y resultar herido en un brazo? Evidentemente, en Afganistán".
          El doctor Watson, un hombre bonachón, algo grueso, cuidadoso de su recortado bigote, se convirtió rápidamente no sólo  en un amigo extraordinario de Sherlock Holmes, ayudándole en la indagación de muy espesos enigmas, sino que, como dijera Borges, "fue su evangelista".
        ¿Por qué? Porque el doctor Watson --gracias a la astuta estratagema del creador de esos libros memorables, Sir Arthur Conan Doyle--  es el narrador de todos los cuentos y las novelas protagonizadas por Sherlock Holmes.  Como es quien cuenta sus historias, siempre se sorprende con las deducciones de Holmes --cuya mente es un mecanismo de relojería-- y nunca escatima elogios.
       Borges nos hizo notar, también, que la inteligencia del doctor Watson estaba un escalón por debajo de la mente del lector. Creo que es una aguda observación. También señaló que Watson "no cesa de maravillarse y siempre se maneja por las apariencias".
      Pero debemos admitir que fue un generoso amigo, un auténtico compañero de aventuras y, llegado el momento, supo jugarse sin pensarlo dos veces.
         Watson compartió un despacho con Holmes durante veinticinco años, en el 221b de Baker Street. Y no pocas veces, a la manera de  Sancho, sin entender demasiado no dudó en entreverarse en las más estrafalarias aventuras de su amigo, el detective más famoso de la literatura.
         Educado, bonachón y cordial, los lectores siempre lo hemos sentido cercano y querible.

lunes, 4 de enero de 2016

En Pamplona buscando a Hemingway



Estaba en Pamplona, capital de Navarra, tras los pasos de Hemingway, situado en la Plaza del Castillo, donde todo sucedía en los Sanfermines de aquellos tiempos, cuando al anochecer estallaban los fuegos artificiales, se exhibía cine mudo, sonaba la música y todo el mundo bailaba.            
Esto fue lo que precisamente atrajo a Hemingway, en julio de 1923, cuando hizo su primera visita a Pamplona, con su esposa Hadley, aconsejado por Gertrude Stein. Desde entonces, los Sanfermines se convirtieron en una cita ineludible a lo largo de los años y en tema de varios de sus libros.
Hemingway llegó a ver Sanfermines parecidos a los de hoy. Escuchó el disparo del Chupinazo a las doce del mediodía del 6 de julio, costumbre de 1941, y al día siguiente vio corriendo a los muchachos con los colores blanco y rojo, siguiendo el encierro, el apartado y las corridas de toros.
En el número 26 de la Plaza del Castillo, en la librería de “Gómez S.A.”, ubicada allí desde 1941, compré una nueva  edición de “Muerte en la tarde”. Está en la carátula el joven Hemingway, con su esposa Pauline, en la plaza de toros. Esta edición es la primera que se ha editado en castellano semejante a la que dio a conocer en 1932, con fotografías de las corridas, un glosario de términos y la constancia de haber utilizado 2.077 documentos. Tiene el apéndice que Hemingway escribió en 1959, evocando bosques, pueblos, y la entraña de Navarra. Así, en ese epílogo a “Muerte en la tarde”, Hemingway escribe, con emoción: “... Si pudiera traer ante nuestra vista las nubes que llegan rápidas moviendo sus sombras sobre los trigos y los pequeños caballos que caminan cautelosos y las alpargatas con suela de cáñamo y las ristras de ajos en los jardines y los cántaros de barro y las alforjas que se llevan sobre las espaldas y los odres de vino y las horquillas hechas de ramas de árboles en las que los dientes son las mismas ramas y los senderos matinales y las noches frías en la montaña y los días ardientes de verano y los árboles... y la sombra de los árboles... Sabrían un poco lo que es Navarra”.
            Todo eso guardaba en su corazón, como también a Pamplona, de la que, en esa suerte de adiós, dice en esas páginas: “Pamplona ha cambiado, desde luego, aunque no tanto como nosotros mismos que cada día somos más viejos. Yo creía que beber un trago sería siempre lo mismo pero las cosas cambian y ¡qué se le va a hacer! Todo ha cambiado para mí.  Bueno, dejad que cambie. Nos habremos ido antes de que cambie demasiado...”.
            Y así como este libro del toreo lo contiene de cuerpo entero, también está en las calles, en la glorieta, en su estatua de bronce acodado al mostrador del Café Iruña, en la mesita donde escribía y en la habitación 237 del Hotel La Perla.

             Sí, en Pamplona, donde fue feliz, sentimos que Hemingway no acabó de irse nunca de allí.