Aquella tarde con Ray Bradbury
Conocí personalmente a Ray Bradbury en la “Feria del Libro” de
Buenos Aires. Tengo, a mi derecha, en mi biblioteca, una foto de aquella tarde.
Me veo, saludándolo, de reojo, mientras
escribo estas palabras.
Ray Bradbury, un hombre obeso, de cabellos blancos como el
algodón, simpatiquísimo, me dijo que nunca había conocido personalmente a un
uruguayo, pero que recordaba haber recibido un libro y unas cartas de un
escritor joven de mi, al que no había
visitado nunca. Eso había ocurrido hacía mucho tiempo; agregó que él había
respondido a aquel joven escritor.
Tras un silencio breve, para
sorpresa de ambos, repasando el tiempo,
me di cuenta de todo. Y con una sonrisa, le dije que aquel escritor tan joven
de entonces, al que le había escrito dos cartas, era yo. La audacia propia de los muy jóvenes me había
estimulado a enviarle “La espera”, mi
primer libro de cuentos.
Me miró. Se mostró entusiasmado.
Le comenté que conservaba sus dos cartas. Una de ellas estaba
firmada con un bolígrafo de color verde. Ambas tenían un logotipo extravagante,
que mostraba una suerte de casa alargada que ocupaba de un extremo a otro la
hoja; el dibujo de esa casa de dos plantas y sin pared al frente permitía ver
en sus habitaciones algunas personas y objetos y, en el segundo piso, a un
caballo.
Sonrió. Ray Bradbury me dijo las había escrito en su estudio, al
que iba cada mañana, caminando, porque no sabía conducir automóviles.
Recuerdo haberle preguntado cómo
hacía para escribir, día a día, una historia diferente. Cómo lograba estar
siempre inspirado. Y me contó entonces que tenía una caja rebosante de
tarjetas, con anotaciones y argumentos que se le habían ido ocurriendo a lo
largo de la vida, y esas tarjetas le daban sus temas.
Pero tenía un secreto. ¿Un secreto?
Sí, me comentó, para llegar a la esencia emocional de aquello que escribiría se
fijaba en su estado de ánimo. Me dijo: “Si me siento muy feliz escribo poemas; pero en cambio, si
la melancolía me ronda, escribo un cuento de
mi infancia”. Y en estos casos se
dejaba ir por los caminos de la nostalgia hacia los días de la niñez para
recuperar con palabras poéticas los atardeceres donde, en la terraza de su
casa, se hamacaba su padre y, altas, las estrellas comenzaban a dibujarse en aquellos
cielos que siempre atraían su mirada.
En esos cuentos seguramente
describió “sus largos domingos vacíos, su
tedio americano, su soledad”, como dijera Borges sobre el autor de “Crónicas marcianas”. E imaginó otros, sus historias más famosas,
aquellas que pobló de naves espaciales. Pensé en sus “Crónicas marcianas” y en el hermoso libro “El vino del estío”.
¿Cuántos cuentos había escrito? No lo sabía; quizá más de tres
mil. Finalmente, me dijo que escribía
sus cuentos y sus novelas buscando emocionar a sus lectores, pues para él ésa
era la tarea esencial de la literatura. Sí, todo por sentir.
Aunque fue breve fue mi
encuentro con el ilustre maestro de la “ciencia
ficción”, para quien desde casi niño ha leído con entusiasmo, como todos
sus lectores, sus espléndidos libros, aquella tarde inolvidable sigue viva en
mi memoria y en el corazón.