sábado, 7 de abril de 2018


Lawrence de Arabia

por RUBEN LOZA AGUERREBERE


            Se cumplen 130 años del nacimiento del coronel Thomas Edward Lawrence, escritor, medievalista y arqueólogo, quien es mucho más conocido como "Lawrence de Arabia". Nacido en Gales en 1888, segundo hijo de un noble irlandés y de la institutriz de sus hijas, se doctoró en Oxford con una tesis sobre la arquitectura militar de los cruzados.
            Es autor de un clásico de la literatura inglesa, "Los siete pilares de la sabiduría", libro que para  Borges tenía un solo defecto: "abundar en páginas deliberadamente antológicas".
            En los preludios de la Primera Guerra Mundial y apogeo del colonialismo, el libro cuenta la crónica personal de este aventurero del siglo XX, esencialmente la experiencia árabe. Recordemos que los ingleses buscaron en el desierto armar a las tribus árabes contra los turcos, aliados de Alemania. Fue entonces cuando Lawrence, subalterno del Estado Mayor de Lord Kichener, hizo su irrupción. Original, refinado, especialista en arte, persuasivo, de baja estatura (medía 1 metro 55), irradiaba inteligencia y energía. Para llevar adelante su plan buscó un caudillo para la rebelión. Escogió a Faisal, y entonces comenzó a mover las piezas de su ajedrez político.
            A Lawrence le gustaba vestir ropas árabes y adoptó las túnicas blancas, llevando un cuchillo de oro en la cintura. Esta imagen formaría parte del mito de su personalidad. Y condujo una guerra casi personal, cargada de hechos heroicos, de sacrificios y gestas extraordinarias.
            Así describía el movimiento de sus tropas en "Los siete pilares de la sabiduría": "Nuestra marcha revista un esplendor bárbaro. Al frente avanza Faisal, el jefe, vestido de blanco. A su derecha Charraf, con la cabeza cubierta con un turbante rojizo. A la izquierda voy yo, vestido de blanco y bermejo. Luego, los estandartes, las lanzas doradas y de pálido carmesí. Más a la retaguardia tocaban los tambores una marcha. Finalmente llegaba la masa salvaje. Avanzábamos como una onda resplandeciente".
            El coronel Lawrence, "Aurens" como le llamaban los guerreros, se convirtió en escritor y, de pronto, desapareció. Se enroló, con un nombre falso, T.E. Shaw,  como soldado. Hacía tareas de oficina. Y, para él, traducía "La Odisea".  Era muy notorio y recibía variados ofrecimientos y debía esconderse de los periodistas.
            Lawrence murió en un accidente de moto en mayo de 1935.  A su funeral asistieron Winston Churchill, Nancy Astor y Lord Lloyd. Y en “The Times”, el rey Jorge V publicó su mensaje de condolencias.

martes, 27 de marzo de 2018

El humor de Vargas Llosa
             


Esta anécdota ocurrió en Valencia hace unos cuantos años.  
Pone en evidencia el buen humor de Mario Vargas Llosa. Por ello, me ha gustado difundirla aquí.
Aquella mañana luminosa acompañábamos a nuestro ilustre amigo, el escritor Fernando Iwasaki Cauti, el fallecido periodista y poeta bilbaíno Germán Yanke,  y yo.
De pronto, un señor lo miró atentamente, desde la plaza; muy decidido, cruzó la calle presuroso y se acercó a él.
Lo enfrentó y le dijo:
 --Le he mirado bien y quiero saludarlo. Porque usted es García Márquez, ¿verdad?
 Nosotros tres nos miramos en silencio y azorados.
¿Y ahora?
Vargas Llosa, con la misma sonrisa en los labios, le estrechó la mano y le dijo: 
--No; yo soy… el otro.

miércoles, 14 de marzo de 2018


“Shakespeare and Company”



Ruben Loza Aguerrebere, en “Shakespeare and Company”

Se publicó en la revista española LasdosCastillas.net
y quien desee leerla allí hace un clic aquí.


La antigua, pequeña, caótica y fascinante librería que todos visitamos en París, “Shakespeare and Company”, en el barrio Latino, cumple 99 años. No comenzó, por cierto, ahí donde está ubicada hoy.
Una joven de Nueva Jersey, llamada Sylvia Beach,  es su creadora. Quería instalar una librería de autores americanos en París. Y tras conseguir todos los libros que pudo, la inauguró el 19 de agosto de 1919.
En las paredes colgaban dos dibujos: uno de Blake y uno de Poe, y en los escaparates se mostraban obras de T.S. Eliot, Chaucer, James Joyce, y varios ejemplares de revistas americanas literarias.
            Sylvia Beach llegó a París a los 14 años, con sus padres;  entonces comenzó la lenta seducción de esa ciudad. Su hermana, la hermosa Cyprian, era admirada por el poeta Aragon, enrolado en aquellos días en el dadaísmo.
            Importantísima ayuda le brindó, la no menos famosa Adrianne Monnier (una mujer robusta, rubia), quien tenía una librería en el número 7 de la calle de l’Odeon. En ese lugar, asimismo, se realizaban veladas literarias y musicales, a las que se había hecho asidua Sylvia Beach. Fue allí donde vio a Jules Romains, de uniforme, leyendo su poema pacifista “Europae”; donde vio a Gide leyendo poemas de Paul Valery, y a éste leyendo “Eureka” de Poe. En cuanto a los programas musicales, los participantes habituales eran Erik Satie y  Francis Pulenc.
            Más tarde, y ya en su propia librería, Sylvia Beach sería igualmente visitada. Uno de los primeros clientes que tuvo fue André Maurois; éste le obsequió un ejemplar de su libro “Los silencios del coronel Bramble”. Y entre los más asiduos se contaban Ford Madox Ford, Gertrude Stein, Sherwood Anderson y Robert McAlmon.
            James Joyce constituye un capítulo esencial en la vida de  esta librería. Sylvia Beach lo describía como un hombre “extremadamente atento y considerado con los demás”, y decía que todo lo que contaba Joyce era interesante. En esta librería, el 7 de diciembre de 1921, se realizó la primera lectura de la famosa novela “Ulises”, de James Joyce, de la que ella fue primera editora.
            Hemingway fue otro de los famosos clientes de la librería, desde los primeros días. El mismo lo cuenta en su hermoso libro “París era una fiesta”. Acaso una de las anécdotas más singulares, narrada por la propia Sylvia Beach en su libro de memorias, ocurrió en los días de la liberación de París, cuando Hemingway,  con uniforme de campaña y al frente de una columna de jeeps, ingresó al barrio y llamó a Sylvia, abrazándola en la calle, mientras la gente los aplaudía.
            Estos espisodios, aquellos visitantes, las antiguas ediciones, las numerosas fotografías amarillecidas de los lejanos días de vino y rosas, nutren el nombre de una librería que tiene un encanto muy particular.    Quien entra allí no se va sin un libro. Desde hace unos años, al comprador, si lo desea, le estampan un sello especial en el libro.
 ¿Qué mejor, para poder soñar con los ojos abiertos?

jueves, 1 de marzo de 2018

Los vascos en el Uruguay

                                              

Raúl Iturria Igarzábal ha dado a conocer un nuevo libro. Una obra caudalosa, titulada “Aporte vasco al Uruguay” (subtitulado “Vasconia uruguayensis”).
Tras una larga y distinguida carrera política, comenzó a escribir. Afortunadamente. Baste recordar sus poemas “Con los ojos del alma”. Y no podemos dejar de mencionar  sus ensayos como “Tratado de Folklore”,  “Nuestro campo”, sus estudios sobre Hernandarias o bien el libro titulado  “1958”, sobre el triunfo del Partido Nacional.
Recordemos, antes de seguir con esta inmensa obra de hoy, que Raúl Iturria (nacido en Durazno en 1935), abogado, con estudios de postgrado en la Universidad Complutense de Madrid,  fue dos veces Intendente Municipal de Durazno, luego Ministro del Interior, Ministro de Defensa Nacional y asimismo titular de Turismo y, por cierto, Senador Nacional.
            Desde hace tiempo ya, está dedicado enteramente al mundo de los libros, donde sobresale de la misma manera.
            Y bien, volviendo al volumen “Aporte vasco en el Uruguay”, digamos que se acerca al tema desde la época colonial, siguiendo los pasos de miles de navarros y vascos que llegaron a nuestro país durante largo tiempo en carácter de inmigrantes. Formaron familias, crearon empresas, trabajaron tanto en el campo como en la ciudad, y a su modo y de manera reservada, fueron creando una cultura a la que denomina “Vasconia uruguayensis”, la define diciendo: “Ese espíritu tradicionalista se manifiesta en un profundo amor por la tierra, no sólo por una razón de valoración económica, sino más bien por una valoración sentimental o afectiva”.
            Cuanto han hecho los primeros inmigrantes, sus familiares y a lo largo de la historia quienes tienen su sangre,  están en este libro donde nada falta. Todo  aporte de los vascos a nuestro país, está aquí. Es asombrosa la erudición, el vastísimo conocimiento que el Dr. Raúl Iturria tiene sobre el tema. ¿Cómo explicarlo? Imposible. Creo que sólo puede hacerse leyendo el libro; de otra manera no es posible. Un libro que, por cierto, seduce con sus análisis de las más variadas costumbres y leyendas traídas desde los Pirineos hasta aquí, a lo largo de nuestra historia, y las huellas que han dejado, que dejan y dejarán.
            Raúl Iturria analiza el desarrollo de cada una de las más variadas personalidades de sangre vasca que se han destacado aquí, en el Uruguay, a lo largo del tiempo, así como quienes lo hacen ahora mismo, en todas las profesiones. A todos ellos debemos notables aportes: en la enseñanza, la medicina, la arquitectura, los deportes, el Derecho, la política, las artes, la música, la literatura, la política.
            En esta obra infinita, pintados por Irurria están esas personalidades que se han destacado, con las principales características de sus aportes al enriquecimiento de cuanto han hecho, de cuanto hacen y por cierto de cuanto seguirán haciendo.
            No faltan, al final, sus visitas al País Vasco, teñidas de melancolía, en esa tierra donde siempre ha sido  recibido con los brazos abiertos por las personalidades destacadas.
           “Aporte vasco al Uruguay” es una contribución histórica y analítica a nuestra cultura a la que cabe calificar, sencillamente, como extraordinaria.

martes, 20 de febrero de 2018

Un abecedario de Borges


          
Este artículo se publicó en LasdosCastillas.net donde pueden leerlo haciendo clic aquí

         Me parece interesante divulgar aquí este abecedario del maestro Borges, nacido en una entrevista. Por cada letra elige una palabra y, acto seguido, la define fiel a las sutilezas de su mente, sus juegos verbales, su humor. Nunca supe por qué pasó por alto unas letras.
            Y vamos a él.

Arte: El arte es un medio para transformar los hechos que, no sabemos por qué, llamamos realidad.
Borges: Una generosa invención de mucha gente.
Ceguera: Es un estado al que me he resignado sin patetismo.
Dios o dolor: Yo digo que no es menos cierto que la existencia del dolor, la de Dios.
Ejemplo: No sé si existen ejemplos. Para cada hecho hay una cosa única.
Fábula o fantasía: Fábula, sí; fantasía o fábula. Creo que fábula es mejor: es la única cosa esencial.
Heráclito: fue uno de los primeros en sentir que todo es fugaz, sin excluirse el mismo Heráclito.
Ignorancia o inocencia: Soy muy ignorante y muy inocente.
Juego: Porque todo es juego. Incluso el universo.
Kafka: Kafka, sí.
Libertad: No creo en el libre arbitrio. No creo que exista l a libertad.
Muerte: La única cosa que atiendo con impaciencia.
Noche: Una cosa que no siento más.
Poesía: La poesía es una modesta magia hecha de ritmos y de imágenes.
Recuerdo: el recuerdo es un modo de modificar el pasado.
Soledad: Busco poblarla con sueños.
Tiempo: El tiempo es el enigma esencial de la metafísica.
Universo: No sabemos si existe.
Violencia: aborrezco la violencia.
Zoo: Me gustan los tigres.
Un “abc” fantástico por cierto, fiel a sus caminos que se bifurcan.

miércoles, 14 de febrero de 2018

El mundo interior del novelista

El siguiente artículo fue publicado en Lasdoscastillas.net, y puede leerlo haciendo click aquí
   


             ¿Un escritor? Según Elizabeth Bowen es un “alumno desatento en el aula de la vida”. Al revés de quien no tiene inclinaciones literarias, un escritor carece de perspectivas claramente fijadas de antemano y rara vez observa algo deliberadamente. Lo que hace es mirar lo que no se propuso ver.
            Cuando comienza a escribir una novela, tras el plan que ha trazado meticulosamente, y mientras escribe un capítulo tras otro, o salteado, depende del estilo de cada cual, van surgiendo en ellos variados momentos de su propia vida. Una tarde en un parque, hace diez años; una canción de la infancia; un barrio de Roma; un atardecer en el Café de la Paix, en París. Y todo ello coincide extraordinariamente con lo que está escribiendo en ese momento. Son detalles que llegan a la mente en el instante preciso. Inesperadamente. Y de esta manera, crece gracias a ellos  la obra, cuyo esquema general está planeado pero sin estos pequeños detalles.
            Mis libros de cuentos, mis novelas, se ambientan en Minas (casi  una ciudad imaginaria), pero también en otras ciudades, no imaginadas, a las que  conozco mucho y me gusta escribir sobre ellas. Y voy a dos ejemplos concretos. En “Muerte en el Café Gijón” (Ediciones de la Plaza de Montevideo y Funambulista de Madrid), el protagonista principal es un joven escritor uruguayo (de Minas, justamente) cuyos momentos esenciales ocurren en Madrid, donde se ha radicado, tras una temporada en París. Y en mi reciente novela “El secreto de Amparo” (Ediciones de la Plaza, Montevideo), la historia principal (la de Amparo) ocurre en Minas y tiene una relación directa con un pintor bilbaíno radicado en esa pequeña y provinciana ciudad, medio imaginaria como dije. Quien cuenta la historia y la escribe treinta años después,  es un escritor uruguayo, joven también, que está viviendo en París. Escribe cuanto sabe y cuanto imagina de Amparo y de su secreto, mientras deambula  tras una inasible musa parisina y escribiendo en los famosos cafés de esa ciudad, que lo seducen.
            Los personajes de cada libro (algunos reaparecen en otros) conforman un sello personalísimo de cada escritor.  Y en cuanto al tema, digamos que no se busca, sino que nace en el rincón más íntimo del creador. Ernesto Sábato (Premio Cervantes) decía que en un escritor escribe siempre el mismo libro, variando la anécdota. Y creo que tiene razón. Piensen en Sábato,  Borges, García Márquez, Vargas Llosa, Patrick Mediano…
                    Sí, creo que así suele ser el mundo interior de un novelista.

jueves, 1 de febrero de 2018

EL SEÑOR DE LA LLUVIA


A Pilar, Paula y Clara


            Lo vi a la distancia, bajo un cielo limpio y azul.
           En esas horas quietas de la siesta (uno de mis primeros días de  vacaciones escolares en la casa de campo de mi abuelo Francisco)  me disponía a pescar. Sentado a la sombra de un sauce cuyas ramas tocaban el agua, tenía las cañas y anzuelos a mi lado.
            Cuando alcé la mirada, vi que estaba más cerca.
          Era un hombrecito encorvado acaso por el peso de su valija azul y el de sus años. Llegó junto a mí. Sonrió; la sonrisa era un poco  triste.  Se quito el sombrero aludo, miró las colinas que rodean nuestro pequeño pueblo y el cielo y después me preguntó:
            --¿Puedo sentarme?
          Le contesté que sí; yo estaba sorprendido; medio asustado también.  Apoyó la espalda contra el tronco del sauce,  suspiró, introdujo un pasto en la boca y volvió a mirar el camino por donde había llegado y el cielo, que era una sábana azulada y alta, extendida por las manos de Dios.
            Arrojé las boyas al agua irisada.
            Pasó un rato.
            Me preguntó si había pescado algo y le respondí que no.
            --Debes apresurarte --dijo--; no tardará la lluvia.
            Instintivamente  miré el cielo. 
            Azul como un lago.
            --La lluvia llegará por aquellas colinas –agregó.
         Yo negué como un movimiento de la cabeza, y él me dijo que era cuestión de esperar. Luego, sentándose, agregó:
            --Yo soy el hombre de la lluvia.
            Sonreí.
            Y entonces me contó su historia.
          Le escuché, fascinado. Si se detenía, me dijo, la lluvia lo hacía allí donde él estaba; si se marchaba al este, hacia el oeste, al norte o al sur, hacia allá lo seguía la cortina de agua, siempre, paso a paso.
            --Siempre estoy yéndome –dijo con una triste sonrisa en los labios.
            Unos tambores resonaron a la distancia.
            --¿Oyes?
            Miramos a lo lejos y vimos unas hebras de algodón, retazos blancos colgados en el cielo. ¿Estaban detrás de las colinas”, pensé.
            --Tendré que irme --dijo.
            Le pregunté por qué no corría y dejaba la lluvia atrás.
            Gordas nubes se movían en el cielo,  grandes y lentas.
            Una sonrisa le iluminó el rostro, y habló mucho:
            --Una vez lo hice, pero ahora soy viejo. Fue hace muchos años, cuando era un muchacho. Corrí, me colgué de un tren, navegué por ríos veloces, galopé sin parar días enteros y, al final, hice un alto en el camino,  en una pequeña granja habitada por dos mujeres solas: la abuela y su nieta.
            Hizo una pausa y prosiguió:
            --La chica era una mujer trigal, con ojos grandes y azules. Gracias a ella descubrí muchas cosas.
            Entrecerró los ojos, pensativo, y agregó:
            --Por primera vez ví las estrellas. Las miré con aplicación, pero no pude contarlas porque eran infinitas. Por las noches nos tendíamos sobre el pasto a mirar la luna, que era redonda y con su luz pintaba los árboles y los brazos de la hermosa muchacha. A veces unas estrellas veloces cruzaban el cielo y dejando una estela en el firmamento. Y  bajo aquel abismo astral, ella me enseñó que se podía formular un deseo mirando esas estrellas fugaces. Y yo lo hice, pero no me fue dado... Y la lluvia me alcanzó nuevamente. Descubrí el apagado fulgor de los pastos bajo el llover infinito, y decidí marcharme, sabiendo además que debía olvidarla.
            Se puso de pie, a mi lado.  Lo vi más triste.
         Un viento perfumado comenzó a circular y las aguas se rizaron y las boyas se pusieron inquietas bajo el cielo ya  cubierto de nubes.
            Le pregunté por la mujer. ¿La  había visto otra vez?
            --Pensaba en ella mientras caminaba –dijo--, hasta que un día me dio miedo encontrarla una vez más. Algunas veces procuro recordarla. Me dejó un vértigo en el corazón.
            Se acercó a mí, me pasó la mano por el pelo, y luego me la ofreció.
            La estreché con fuerza.
            -- Adiós.
         Se puso de pie y se marchó por el camino que lleva hacia el caserío del puebko, caminando despacio, dudando, como si no supiera bien dónde ir.
            Lejos agitó una mano a la distancia, en señal de adiós, y se fue hacia el oeste.
            Y en la declinante luz de la tarde, aisladas gotas de lluvia comenzaron a caer sobre el agua del arroyo y sobre  mi piel.