jueves, 1 de febrero de 2018

EL SEÑOR DE LA LLUVIA


A Pilar, Paula y Clara


            Lo vi a la distancia, bajo un cielo limpio y azul.
           En esas horas quietas de la siesta (uno de mis primeros días de  vacaciones escolares en la casa de campo de mi abuelo Francisco)  me disponía a pescar. Sentado a la sombra de un sauce cuyas ramas tocaban el agua, tenía las cañas y anzuelos a mi lado.
            Cuando alcé la mirada, vi que estaba más cerca.
          Era un hombrecito encorvado acaso por el peso de su valija azul y el de sus años. Llegó junto a mí. Sonrió; la sonrisa era un poco  triste.  Se quito el sombrero aludo, miró las colinas que rodean nuestro pequeño pueblo y el cielo y después me preguntó:
            --¿Puedo sentarme?
          Le contesté que sí; yo estaba sorprendido; medio asustado también.  Apoyó la espalda contra el tronco del sauce,  suspiró, introdujo un pasto en la boca y volvió a mirar el camino por donde había llegado y el cielo, que era una sábana azulada y alta, extendida por las manos de Dios.
            Arrojé las boyas al agua irisada.
            Pasó un rato.
            Me preguntó si había pescado algo y le respondí que no.
            --Debes apresurarte --dijo--; no tardará la lluvia.
            Instintivamente  miré el cielo. 
            Azul como un lago.
            --La lluvia llegará por aquellas colinas –agregó.
         Yo negué como un movimiento de la cabeza, y él me dijo que era cuestión de esperar. Luego, sentándose, agregó:
            --Yo soy el hombre de la lluvia.
            Sonreí.
            Y entonces me contó su historia.
          Le escuché, fascinado. Si se detenía, me dijo, la lluvia lo hacía allí donde él estaba; si se marchaba al este, hacia el oeste, al norte o al sur, hacia allá lo seguía la cortina de agua, siempre, paso a paso.
            --Siempre estoy yéndome –dijo con una triste sonrisa en los labios.
            Unos tambores resonaron a la distancia.
            --¿Oyes?
            Miramos a lo lejos y vimos unas hebras de algodón, retazos blancos colgados en el cielo. ¿Estaban detrás de las colinas”, pensé.
            --Tendré que irme --dijo.
            Le pregunté por qué no corría y dejaba la lluvia atrás.
            Gordas nubes se movían en el cielo,  grandes y lentas.
            Una sonrisa le iluminó el rostro, y habló mucho:
            --Una vez lo hice, pero ahora soy viejo. Fue hace muchos años, cuando era un muchacho. Corrí, me colgué de un tren, navegué por ríos veloces, galopé sin parar días enteros y, al final, hice un alto en el camino,  en una pequeña granja habitada por dos mujeres solas: la abuela y su nieta.
            Hizo una pausa y prosiguió:
            --La chica era una mujer trigal, con ojos grandes y azules. Gracias a ella descubrí muchas cosas.
            Entrecerró los ojos, pensativo, y agregó:
            --Por primera vez ví las estrellas. Las miré con aplicación, pero no pude contarlas porque eran infinitas. Por las noches nos tendíamos sobre el pasto a mirar la luna, que era redonda y con su luz pintaba los árboles y los brazos de la hermosa muchacha. A veces unas estrellas veloces cruzaban el cielo y dejando una estela en el firmamento. Y  bajo aquel abismo astral, ella me enseñó que se podía formular un deseo mirando esas estrellas fugaces. Y yo lo hice, pero no me fue dado... Y la lluvia me alcanzó nuevamente. Descubrí el apagado fulgor de los pastos bajo el llover infinito, y decidí marcharme, sabiendo además que debía olvidarla.
            Se puso de pie, a mi lado.  Lo vi más triste.
         Un viento perfumado comenzó a circular y las aguas se rizaron y las boyas se pusieron inquietas bajo el cielo ya  cubierto de nubes.
            Le pregunté por la mujer. ¿La  había visto otra vez?
            --Pensaba en ella mientras caminaba –dijo--, hasta que un día me dio miedo encontrarla una vez más. Algunas veces procuro recordarla. Me dejó un vértigo en el corazón.
            Se acercó a mí, me pasó la mano por el pelo, y luego me la ofreció.
            La estreché con fuerza.
            -- Adiós.
         Se puso de pie y se marchó por el camino que lleva hacia el caserío del puebko, caminando despacio, dudando, como si no supiera bien dónde ir.
            Lejos agitó una mano a la distancia, en señal de adiós, y se fue hacia el oeste.
            Y en la declinante luz de la tarde, aisladas gotas de lluvia comenzaron a caer sobre el agua del arroyo y sobre  mi piel.