miércoles, 13 de junio de 2018


Chejov, el alma de su tiempo

            Acierta Soledad Puértolas cuando escribe: “hay más alma que corazón en Chéjov”.
            En la vida del escritor ruso (nacido en 1860, hijo de padres modestos) no hubo episodios sobresalientes. Su andadura terrestre transcurrió con la misma normalidad con que vivieron sus personajes, dolidos por agitaciones interiores.
Antón Chéjov se graduó como médico; la profesión le proporcionó conocimientos que le ayudaron en su labor de creación. Pero gracias al éxito que obtuvo con sus cuentos y piezas de teatro, pudo vivir de este trabajo y ayudar a sus hermanos. En 1892 se compró una finca en Moscú, que utilizaría como hospital cuando la epidemia de cólera que sufrió Rusia.
          Chéjov, cuentan, era un hombre sencillo y modesto, que usaba monóculo y perilla.  Entre sus amigos cercanos se contaban Lew Tolstói, el músico Rachmaninof y el director teatral Stanislavski.
          Chejov era un hombre amable, calmo y suave, y especialmente adorado por las mujeres, a las que solía tratar con cierta distancia irónica, que era la forma de enmascarar  lo que trascendía de su alma bien educada.
         Aquejado de tuberculosis realizó numerosos viajes en procura de climas benignos. Entre ellos, a Yalta, a orillas del Mar Negro. Fue allí donde situó uno de sus cuentos más hermosos, “La dama del perrito”, que es como un sueño, y que precisamente acaba cuando el sueño termina, con el fin de las vacaciones de los protagonistas y  su triste separación.
            Chéjov nunca reprimió su sensibilidad artística. Fue un escritor fiel a los crepúsculos e ilusiones del alma, que no son adornos del espíritu, sino que son el espíritu. Por eso, a pesar de que murió en 1904, sus obras siguen vivas en la imaginación de lectores y espectadores.  Se nutren de lo esencial en la literatura, es decir, la temperatura espiritual de su tiempo, el alma de su época.