EL SEÑOR DE LA LLUVIA
(un cuento)
A Pilar, Paula y Clara
Lo ví a la distancia, bajo un cielo
limpio y azul.
En esas horas quietas de la siesta (uno
de mis primeros días de vacaciones
escolares en la casa de campo de mi abuelo Francisco) me disponía a pescar. Sentado a la sombra de
un sauce cuyas ramas tocaban el agua, tenía las cañas y anzuelos a mi lado.
Cuando alcé la mirada, vi que estaba
más cerca.
Era un hombrecito encorvado acaso
por el peso de su valija azul y el de sus años. Llegó junto a mí. Sonrió; la
sonrisa era un poco triste. Se quito el sombrero aludo, miró las colinas
que rodean nuestro pequeño pueblo y el cielo y después me preguntó:
--¿Puedo sentarme?
Le contesté que sí; yo estaba sorprendido;
medio asustado también. Apoyó la espalda
contra el tronco del sauce, suspiró,
introdujo un pasto en la boca y volvió a mirar el camino por donde había
llegado y el cielo, que era una sábana azulada y alta, extendida por las manos
de Dios.
Arrojé las boyas al agua irisada.
Pasó un rato.
Me preguntó si había pescado algo y
le respondí que no.
--Debes apresurarte --dijo--; no
tardará la lluvia.
Instintivamente miré el cielo.
Azul como un lago.
--La lluvia llegará por aquellas
colinas –agregó.
Yo negué como un movimiento de la
cabeza, y él me dijo que era cuestión de esperar. Luego, sentándose, agregó:
--Yo soy el hombre de la lluvia.
Sonreí.
Y entonces me contó su historia, la
que escuché fascinado, porque me dijo que donde se detenía la lluvia también lo
hacía allí sobre él.
--Siempre estoy yéndome –me dijo con una
sonrisa en los labios.
Unos tambores resonaron a la
distancia.
--¿Oyes?
Miramos a lo lejos y allá vimos alargadas
nubes en el cielo.
--Tendré que irme --dijo.
Le pregunté por qué no corría y
dejaba la lluvia atrás.
Gordas nubes se movían en el
cielo, grandes y lentas.
Una sonrisa le iluminó esta vez el
rostro, y habló mucho:
--Una vez lo hice, pero ahora soy
viejo. Fue hace muchos años, cuando era un muchacho. Corrí, me colgué de un
tren, navegué por ríos veloces, galopé sin parar días enteros y, al final, hice
un alto en el camino, en una pequeña
granja habitada por dos mujeres solas: la abuela y su nieta.
Hizo una pausa y prosiguió:
--La chica era una mujer trigal, con
ojos grandes y azules. Gracias a ella descubrí muchas cosas.
Entrecerró los ojos, pensativo, y
agregó:
--Por primera vez ví las estrellas.
Las miré con aplicación, pero no pude contarlas porque eran infinitas. Por las
noches nos tendíamos sobre el pasto a mirar la luna, que era redonda y con su
luz pintaba los árboles y los brazos de la hermosa muchacha. A veces unas
estrellas veloces cruzaban el cielo y dejando una estela en el firmamento.
Y bajo aquel abismo astral, ella me
enseñó que se podía formular un deseo mirando esas estrellas fugaces. Y yo lo
hice, pero no me fue dado, ya que la lluvia me alcanzó nuevamente y decidí
marcharme, sabiendo además que debía olvidarla.
Se puso de pie, a mi lado. Lo vi más triste.
Un viento perfumado comenzó a
circular y las aguas se rizaron y las boyas se pusieron inquietas bajo el cielo
ya cubierto de nubes.
Le pregunté por la mujer. ¿La había visto otra vez?
Pensaba en ella mientras caminaba,
me dijo, hasta que un día le dio miedo
encontrarla una vez más.
Se acercó a mí, pasó su mano por el
pelo, y luego me la ofreció.
La estreché con fuerza.
--Adiós.
Se puso de pié y se marchó por el camino
que lleva al caserío del pueblo, caminando despacio, como si no supiera bien dónde
ir.
Lejos, agitó una mano en señal de
adiós, y se fue hacia el oeste.
Y
en la declinante luz de la tarde, aisladas gotas de lluvia comenzaron a caer
sobre el agua del arroyo y también sobre
mi piel.