miércoles, 26 de septiembre de 2018


La casa de Cyrano de Bergerac;
por Rubén Loza Aguerrebere



            Villa Arnaga. Un poema de verde y de piedra, donde vivió Edmond Rostand, gracias a la fortuna que obtuvo gracias a su famoso personaje Cyrano de Bergerac, situada en Cambo-les-Bains (País Vasco).


             Tiene un impresionante jardín versallesco, donde algunos pavos reales se pasean sin gracia, jardines, pérgolas y fuentes donde se deslizan cisnes blancos. Parque, bosques, asientos de piedra y otros de madera. Y allá, la villa de dos plantas, declarada monumento histórico, no sin razón.


            El clima sedujo al dramaturgo francés (nacido en Marsella en 1868 y fallecido en 1918) autor de obras que le dieron fama internacional. Especialmente, Cyrano de Bergerac (escrita en 1897). Desde entonces ha sido interpretada por innumerables actores, entre ellos, Ben Contant Coquelin, José Ferrer y Gérard Depardieu.
            Tras la compra de un vasto terreno cercano al pueblo, Edmond Rostand encomendó al arquitecto parisino Joseph Albert Tournaire (gran premio de Roma) los planos de una casa de estilo vasco. Las obras se iniciaron en 1903 y terminaron en 1906.
            Un generador instalado en la cuadra proporcionaba electricidad a todo el dominio. Un sistema de calefacción con aire difundido tras unas rejas, aseguraba el confort. Y numerosos artistas adornaron las diferentes salas.  Henry Martin, Gaston Latouche, Jean Veber, George Delaw, Hélene Dufau integran retratos y cuadros pintados en los artesonados de la marquetería. Los muebles, con entarimados de exóticas maderas, o bien en mármol, se instalaron posteriormente.
            Varios detalles más: en la biblioteca del escritor cabían 15 mil ejemplares. La habitación que el poeta utilizaba para escribir (e incluso dormir) estaba adornada con dibujos por él realizados en su infancia. Tenía, asimismo, una sala de hidroterapia, transformada en sauna. Allí está aún la cama de masajes que disfrutó nada menos que Sarah Bernahrdt.
            El gran hall, es de estilo inglés, el salón chino (con lacas traídas de la China) era sala de fumar y el comedor está frente a la terraza con glorieta. En cuanto al jardín, fue realizado por los hermanos Gelos, paisajistas de Biarritz, y cuenta con sus tres bellos estanques.
            Tengo tan vivo  recuerdo de esta casa inolvidable, que la describí en mi novela “Muerte en el Café Gijón” (publicada en Madrid por Editorial Funambulista, y cuya carátula encuadrada cuelga en el restaurante de ese célebre café madrileño), describiendo la visita de uno de los personajes del libro que paseaba en ese momento por el País Vasco.
            Es un mundo sorprendente. La casa de sueños de Cyrano de Bergerac.

sábado, 15 de septiembre de 2018


“Mi compadre García Márquez”


           Plinio Apuleyo Mendoza, autor de "El olor de la guayaba", el famoso libro de conversaciones con Gabriel García Márquez donde no quedó tema sin tocar, desde la literatura a la política, pasando por la fama, las mujeres, la amistad, los compromisos y los ricos días de la infancia, mientras cenamos en Madrid, define a mi pedido al autor de  "Cien años de soledad".
            --¿Cómo era Gabo?  
    --Nos conocimos –dijo-- desde que éramos estudiantes, fuimos compadres y para mí, era lo más parecido a un hermano. No obstante, a la hora de definirlo, experimento  gran dificultad. Es obvio, quizás, decir que es uno de los tres grandes novelistas nacidos en este siglo.
        Y tras una pausa, agregó estos detalles.
       -- En su personalidad de escritor intervienen factores tan diversos como su signo astrológico --un Piscis absolutamente intuitivo doblado de un Tauro muy realista--, la manera fantástica de contar las cosas de doña Luisa, su madre, y un enjambre de influencias literarias que van desde Amadis de Gaula hasta Virginia Woolf, para no hablar de todo lo que le debe a Faulkner. En ningún otro escritor latinoamericano es tan fuerte nuestro mestizaje cultural, la huella de culturas marginales, que en la región donde nació, en un pueblito de la costa colombiana, son muy fuertes. Me refiero a los indios de la península de la Goajira o a los descendientes de los esclavos negros. Unos y otros expresan a su manera, en sus relatos y leyendas, un sentido muy extraño de la realidad. En ellos, por ejemplo, los muertos siguen conviviendo con los vivos. Son los verdaderos inventores del realismo mágico.

jueves, 13 de septiembre de 2018

El día irreal;
por Ruben Loza Aguerrebere


El 11 de septiembre de 2001 cambió el siglo XXI, cuando los aviones pilotados por terroristas se embutieran en las torres gemelas del World Trade Center, reduciéndolas a escombros y provocando miles de muertos. Don DeLillo lo definió diciendo que lo sucedido fue irreal: “Cuando decimos que algo es irreal, queremos decir que es demasiado real”.
Comenta en su libro, Don DeLillo, a propósito de los terroristas islámicos, que: “el Apocalipsis no tiene lógica, y ellos han traspasado los límites de cualquier desquite motivado por la pasión. Aquí se trata del cielo y del infierno”. Y describe momentos del horror: “Los teléfonos móviles, los zapatos, los pañuelos aplastados contra los rostros de hombres y mujeres que corren. Los cúters de sobremesa y las tarjetas de crédito. Los papeles que salieron despedidos de las torres y atravesaron el río volando hasta los patios de Brooklyn: informes financieros, currículos, formulas de seguro...”.
Los innumerables lugares de auxilio estaban vacíos porque casi todos habían muerto. Dentro de las torres hubo gente que buscó a otra persona para tomarse de las manos y saltar juntos al vacío. Otros lo hicieron solos, terriblemente solos, como lo documentó la famosa foto de Richard Drew.
Los terroristas del 11 de septiembre sólo entendieron la naturaleza de la tecnología como algo destructivo y la utilizaron para matar. Asistimos, desde ese momento, a la guerra entre el pasado y el futuro.
Los que vimos sin despegarnos del televisor lo ocurrido aquel día, no podremos desprendernos de esa pesadilla. Ni debemos. Por ello, escribo, con dolor, este mínimo recordatorio de aquel día irreal.