martes, 20 de febrero de 2018

Un abecedario de Borges


          
Este artículo se publicó en LasdosCastillas.net donde pueden leerlo haciendo clic aquí

         Me parece interesante divulgar aquí este abecedario del maestro Borges, nacido en una entrevista. Por cada letra elige una palabra y, acto seguido, la define fiel a las sutilezas de su mente, sus juegos verbales, su humor. Nunca supe por qué pasó por alto unas letras.
            Y vamos a él.

Arte: El arte es un medio para transformar los hechos que, no sabemos por qué, llamamos realidad.
Borges: Una generosa invención de mucha gente.
Ceguera: Es un estado al que me he resignado sin patetismo.
Dios o dolor: Yo digo que no es menos cierto que la existencia del dolor, la de Dios.
Ejemplo: No sé si existen ejemplos. Para cada hecho hay una cosa única.
Fábula o fantasía: Fábula, sí; fantasía o fábula. Creo que fábula es mejor: es la única cosa esencial.
Heráclito: fue uno de los primeros en sentir que todo es fugaz, sin excluirse el mismo Heráclito.
Ignorancia o inocencia: Soy muy ignorante y muy inocente.
Juego: Porque todo es juego. Incluso el universo.
Kafka: Kafka, sí.
Libertad: No creo en el libre arbitrio. No creo que exista l a libertad.
Muerte: La única cosa que atiendo con impaciencia.
Noche: Una cosa que no siento más.
Poesía: La poesía es una modesta magia hecha de ritmos y de imágenes.
Recuerdo: el recuerdo es un modo de modificar el pasado.
Soledad: Busco poblarla con sueños.
Tiempo: El tiempo es el enigma esencial de la metafísica.
Universo: No sabemos si existe.
Violencia: aborrezco la violencia.
Zoo: Me gustan los tigres.
Un “abc” fantástico por cierto, fiel a sus caminos que se bifurcan.

miércoles, 14 de febrero de 2018

El mundo interior del novelista

El siguiente artículo fue publicado en Lasdoscastillas.net, y puede leerlo haciendo click aquí
   


             ¿Un escritor? Según Elizabeth Bowen es un “alumno desatento en el aula de la vida”. Al revés de quien no tiene inclinaciones literarias, un escritor carece de perspectivas claramente fijadas de antemano y rara vez observa algo deliberadamente. Lo que hace es mirar lo que no se propuso ver.
            Cuando comienza a escribir una novela, tras el plan que ha trazado meticulosamente, y mientras escribe un capítulo tras otro, o salteado, depende del estilo de cada cual, van surgiendo en ellos variados momentos de su propia vida. Una tarde en un parque, hace diez años; una canción de la infancia; un barrio de Roma; un atardecer en el Café de la Paix, en París. Y todo ello coincide extraordinariamente con lo que está escribiendo en ese momento. Son detalles que llegan a la mente en el instante preciso. Inesperadamente. Y de esta manera, crece gracias a ellos  la obra, cuyo esquema general está planeado pero sin estos pequeños detalles.
            Mis libros de cuentos, mis novelas, se ambientan en Minas (casi  una ciudad imaginaria), pero también en otras ciudades, no imaginadas, a las que  conozco mucho y me gusta escribir sobre ellas. Y voy a dos ejemplos concretos. En “Muerte en el Café Gijón” (Ediciones de la Plaza de Montevideo y Funambulista de Madrid), el protagonista principal es un joven escritor uruguayo (de Minas, justamente) cuyos momentos esenciales ocurren en Madrid, donde se ha radicado, tras una temporada en París. Y en mi reciente novela “El secreto de Amparo” (Ediciones de la Plaza, Montevideo), la historia principal (la de Amparo) ocurre en Minas y tiene una relación directa con un pintor bilbaíno radicado en esa pequeña y provinciana ciudad, medio imaginaria como dije. Quien cuenta la historia y la escribe treinta años después,  es un escritor uruguayo, joven también, que está viviendo en París. Escribe cuanto sabe y cuanto imagina de Amparo y de su secreto, mientras deambula  tras una inasible musa parisina y escribiendo en los famosos cafés de esa ciudad, que lo seducen.
            Los personajes de cada libro (algunos reaparecen en otros) conforman un sello personalísimo de cada escritor.  Y en cuanto al tema, digamos que no se busca, sino que nace en el rincón más íntimo del creador. Ernesto Sábato (Premio Cervantes) decía que en un escritor escribe siempre el mismo libro, variando la anécdota. Y creo que tiene razón. Piensen en Sábato,  Borges, García Márquez, Vargas Llosa, Patrick Mediano…
                    Sí, creo que así suele ser el mundo interior de un novelista.

jueves, 1 de febrero de 2018

EL SEÑOR DE LA LLUVIA


A Pilar, Paula y Clara


            Lo vi a la distancia, bajo un cielo limpio y azul.
           En esas horas quietas de la siesta (uno de mis primeros días de  vacaciones escolares en la casa de campo de mi abuelo Francisco)  me disponía a pescar. Sentado a la sombra de un sauce cuyas ramas tocaban el agua, tenía las cañas y anzuelos a mi lado.
            Cuando alcé la mirada, vi que estaba más cerca.
          Era un hombrecito encorvado acaso por el peso de su valija azul y el de sus años. Llegó junto a mí. Sonrió; la sonrisa era un poco  triste.  Se quito el sombrero aludo, miró las colinas que rodean nuestro pequeño pueblo y el cielo y después me preguntó:
            --¿Puedo sentarme?
          Le contesté que sí; yo estaba sorprendido; medio asustado también.  Apoyó la espalda contra el tronco del sauce,  suspiró, introdujo un pasto en la boca y volvió a mirar el camino por donde había llegado y el cielo, que era una sábana azulada y alta, extendida por las manos de Dios.
            Arrojé las boyas al agua irisada.
            Pasó un rato.
            Me preguntó si había pescado algo y le respondí que no.
            --Debes apresurarte --dijo--; no tardará la lluvia.
            Instintivamente  miré el cielo. 
            Azul como un lago.
            --La lluvia llegará por aquellas colinas –agregó.
         Yo negué como un movimiento de la cabeza, y él me dijo que era cuestión de esperar. Luego, sentándose, agregó:
            --Yo soy el hombre de la lluvia.
            Sonreí.
            Y entonces me contó su historia.
          Le escuché, fascinado. Si se detenía, me dijo, la lluvia lo hacía allí donde él estaba; si se marchaba al este, hacia el oeste, al norte o al sur, hacia allá lo seguía la cortina de agua, siempre, paso a paso.
            --Siempre estoy yéndome –dijo con una triste sonrisa en los labios.
            Unos tambores resonaron a la distancia.
            --¿Oyes?
            Miramos a lo lejos y vimos unas hebras de algodón, retazos blancos colgados en el cielo. ¿Estaban detrás de las colinas”, pensé.
            --Tendré que irme --dijo.
            Le pregunté por qué no corría y dejaba la lluvia atrás.
            Gordas nubes se movían en el cielo,  grandes y lentas.
            Una sonrisa le iluminó el rostro, y habló mucho:
            --Una vez lo hice, pero ahora soy viejo. Fue hace muchos años, cuando era un muchacho. Corrí, me colgué de un tren, navegué por ríos veloces, galopé sin parar días enteros y, al final, hice un alto en el camino,  en una pequeña granja habitada por dos mujeres solas: la abuela y su nieta.
            Hizo una pausa y prosiguió:
            --La chica era una mujer trigal, con ojos grandes y azules. Gracias a ella descubrí muchas cosas.
            Entrecerró los ojos, pensativo, y agregó:
            --Por primera vez ví las estrellas. Las miré con aplicación, pero no pude contarlas porque eran infinitas. Por las noches nos tendíamos sobre el pasto a mirar la luna, que era redonda y con su luz pintaba los árboles y los brazos de la hermosa muchacha. A veces unas estrellas veloces cruzaban el cielo y dejando una estela en el firmamento. Y  bajo aquel abismo astral, ella me enseñó que se podía formular un deseo mirando esas estrellas fugaces. Y yo lo hice, pero no me fue dado... Y la lluvia me alcanzó nuevamente. Descubrí el apagado fulgor de los pastos bajo el llover infinito, y decidí marcharme, sabiendo además que debía olvidarla.
            Se puso de pie, a mi lado.  Lo vi más triste.
         Un viento perfumado comenzó a circular y las aguas se rizaron y las boyas se pusieron inquietas bajo el cielo ya  cubierto de nubes.
            Le pregunté por la mujer. ¿La  había visto otra vez?
            --Pensaba en ella mientras caminaba –dijo--, hasta que un día me dio miedo encontrarla una vez más. Algunas veces procuro recordarla. Me dejó un vértigo en el corazón.
            Se acercó a mí, me pasó la mano por el pelo, y luego me la ofreció.
            La estreché con fuerza.
            -- Adiós.
         Se puso de pie y se marchó por el camino que lleva hacia el caserío del puebko, caminando despacio, dudando, como si no supiera bien dónde ir.
            Lejos agitó una mano a la distancia, en señal de adiós, y se fue hacia el oeste.
            Y en la declinante luz de la tarde, aisladas gotas de lluvia comenzaron a caer sobre el agua del arroyo y sobre  mi piel.