Inventario de olvidos
(cuento)
“Todo hombre es una isla”
J.M.Coetzee
1
Ha regresado por correo la carta que hace poco más de mes le envié a Federico Gauna. Su nombre, escrito por mí, ha sido tachado por dos trazos y, en el dorso, estamparon un sello que dice: "Domicilio Desconocido".
Fui el primer amigo de Federico, cuando
llegó a la nuestra pequeña ciudad rodeada de colinas. Vivía a media calle de mi
casa. Íbamos juntos a la escuela, jugábamos al fútbol en un lugar desierto
donde levantaban sus carpas los circos cuando llegaban a nuestra pequeña ciudad. Por las tardes dábamos vueltas a la manzana
en su bicicleta, uno por vez. Eran días cálidos y soleados como siempre en la infancia, cuando
somos inmortales.
Luego, igual que en las novelas,
donde la gente entra y sale de la vida de cada uno, Federico y su madre se
mudaron y nada más supe de él.
No volví a verlo hasta hace poco
tiempo. Fue este verano, cerca del mediodía, en Punta del Este.
Me acuerdo que iba cruzando la calle
cargando la sombrilla, una banqueta y en una bolsa las pruebas de la imprenta,
para corregir, camino de su edición, de mi nueva novela, a punto de editarse,
cuando alguien gritó mi nombre. Miré a un lado y otro. De un automóvil repleto
y cargado con valijas, bajó un hombre grande, gesticulando.
Era Federico Gauna.
Nos dimos un abrazo y me presentó a
su esposa y a sus cinco hijos, que permanecían dentro del auto. Me contó que
venían del sur del Brasil, donde vivían; continuaban el viaje porque estaban de
vacaciones. También me preguntó si seguía viviendo en mi pequeña ciudad de las
colinas, y le respondí que no, desde hacía ya muchos años. Advertí, por lo
demás, que ignoraba completamente que era escritor.
Nos miramos a la cara, nos
intercambiamos direcciones, sonreímos. Y efusivo, más gordo, un poco calvo, con
grandes bigotes, me estrechó con fuerza.
Luego desaparecieron en la caliente
mañana del pasado mes de enero.
2
Hace un mes, días más o menos, me
llegó a Montevideo una carta de Federico Gauna. Recordaba nuestro reencuentro
en Punta del Este, mencionaba a ciertos amigos de la escuela y algunas
diabluras que hicimos en aquellos tiempos. Y luego deslizaba una frase que me
produjo una profunda ansiedad. Decía: "No
me acuerdo como era papá". Me pedía que le hablara de su padre.
Conservo, de aquellos lejanos días,
una fotografía donde estamos Federico y yo, junto a su madre, una mujer alta,
esbelta, de cabellos rubios rizados. Y, también, un episodio que puedo evocar
con especial viveza: era media tarde y jugábamos en la calle, y el padre de
Federico detuvo junto a nosotros su auto azul y abrió la puerta trasera y subimos
rápidamente, empujándonos. Marchamos despacio por la calle asfaltada y vimos el
estadio y luego llegamos a la plaza de deportes. Allí, corrimos hacia las
hamacas. El padre de Federico nos empujaba a uno y otro. Luego se sentó a
mirarnos con el rostro apoyado entre las manos y los ojos tristes, unos ojos de
iris celeste detrás de los anteojos de aros dorados.
Yo no sabía hamacarme; apenas si lograba moverme un metro atrás y otro metro adelante, apoyándome en el suelo con la punta de los pies. A mi lado, Federico en la hamaca subía y bajaba, subía y bajaba, alto, cada vez más alto, tanto que me parecía que iba a dar una vuelta en redondo o enredar las piernas en las ramas de los árboles que estaban detrás de nosotros perdiendo sus hojas doradas, quebradizas, para las ventiscas.
Luego, el padre de Federico, que había desaparecido, regresó con helados para los tres. Y caminamos entre los encaliptus, de los que recuerdo (creo recordar) el intenso perfume. Era un hombre alto y se había quitado el saco, tenía una camisa blanca y el cabello ondulado peinado hacia atrás. Nos miraba a uno y otro, sus ojos nos tocaban como la luz de un faro.
Al volver, Federico y yo nos
sentamos nuevamente en el asiento trasero del auto, que se deslizaba, lento,
por las calles de nuestra ciudad, y, con parsimonia, pasamos por el zoológico,
luego seguimos por la avenida del hospital y, allá abajo, vimos las dos torres
de la Iglesia. La
luz del sol tocaba las fachadas y hacía reflejos en las sillas de hierro de los
jardines. Distante, se recortaban,
azules, los cerros a lo lejos.
Fue un viaje como de sueño.
Nos detuvimos, finalmente, en el
mismo lugar donde había comenzado el paseo. Bajamos de un salto. Al volante, el
padre de Federico sonrió con los labios apenas abiertos, y con los ojos tristes
mirándonos nos saludó, tocándose la frente con dos dedos. Fue un gesto rápido.
Adiós. Y entonces metió la primera y enseguida la segunda, y se fue por la
callejuela.
Yo sentí una secreta tristeza cuando
el auto giró a la izquierda y desapareció.
La calle quedó desierta bajo el
violado cielo del atardecer.
Y así, esa tarde, se fue para
siempre el padre de Federico Gauna.
3
Ni Federico ni su madre comentaron
nada; y en casa mis padres me dijeron que no debía decir una sola palabra sobre
el padre de mi amigo. Y como cuando uno es feliz olvida muchas cosas, yo me
olvidé pronto del padre de Federico.
Unos años después, cuando mi amigo y
su madre habían abandonado para siempre aquella casona de dos pisos, cerca de
casa, alguien me contó que el padre de Federico Gauna vivía en Londres, donde
pintaba cuadros.
Todo esto, precisamente, yo le
contaba a Federico en esta carta, tratando de ser fiel a la memoria; incluso
agregué la fotografía donde estamos los dos, junto a Gloria, su bonita madre.
Lo que me duele, ahora, es pensar
que mi amigo busca en un ayer vacío, porque a sus recuerdos los tengo yo. Por
eso he decidido guardar esta carta, un inventario de olvidos, en un cajón de mi
escritorio.
¿Qué otra cosa puedo hacer con aquella
tarde enmarcada en días felices?