Chejov, el alma de su tiempo
Acierta Soledad Puértolas cuando escribe: “hay más alma
que corazón en Chéjov”.
En
la vida del escritor ruso (nacido en 1860, hijo de padres modestos) no hubo
episodios sobresalientes. Su andadura terrestre transcurrió con la misma
normalidad con que vivieron sus personajes, dolidos por agitaciones interiores.
Antón Chéjov se graduó como médico; la
profesión le proporcionó conocimientos que le ayudaron en su labor de creación.
Pero gracias al éxito que obtuvo con sus cuentos y piezas de teatro, pudo vivir
de este trabajo y ayudar a sus hermanos. En 1892 se compró una finca en Moscú,
que utilizaría como hospital cuando la epidemia de cólera que sufrió Rusia.
Chéjov, cuentan, era un hombre sencillo y
modesto, que usaba monóculo y perilla. Entre sus amigos cercanos se contaban Lew
Tolstói, el músico Rachmaninof y el director teatral Stanislavski.
Chejov era un hombre amable, calmo y suave, y
especialmente adorado por las mujeres, a las que solía tratar con cierta
distancia irónica, que era la forma de enmascarar lo que trascendía de su alma bien educada.
Aquejado
de tuberculosis realizó numerosos viajes en procura de climas benignos. Entre
ellos, a Yalta, a orillas del Mar Negro. Fue allí donde situó uno de sus
cuentos más hermosos, “La dama del perrito”, que es como un sueño, y que
precisamente acaba cuando el sueño termina, con el fin de las vacaciones de los
protagonistas y su triste separación.
Chéjov
nunca reprimió su sensibilidad artística. Fue un escritor fiel a los crepúsculos
e ilusiones del alma, que no son adornos del espíritu, sino que son el espíritu.
Por eso, a pesar de que murió en 1904, sus obras siguen vivas en la imaginación
de lectores y espectadores. Se nutren de
lo esencial en la literatura, es decir, la temperatura espiritual de su tiempo,
el alma de su época.