lunes, 30 de diciembre de 2019


Inventario de olvidos
(cuento)
       

Todo hombre es una isla”
J.M.Coetzee
         
1

            Ha regresado por correo la carta que hace poco más de mes le envié a Federico Gauna. Su nombre, escrito por mí, ha sido tachado por dos trazos y, en el dorso, estamparon un sello que dice: "Domicilio Desconocido".
            Fui el primer amigo de Federico, cuando llegó a la nuestra pequeña ciudad rodeada de colinas. Vivía a media calle de mi casa. Íbamos juntos a la escuela, jugábamos al fútbol en un lugar desierto donde levantaban sus carpas los circos cuando llegaban a nuestra pequeña ciudad.  Por las tardes dábamos vueltas a la manzana en su bicicleta, uno por vez. Eran días cálidos y  soleados como siempre en la infancia, cuando somos inmortales.
            Luego, igual que en las novelas, donde la gente entra y sale de la vida de cada uno, Federico y su madre se mudaron y nada más supe de él.
            No volví a verlo hasta hace poco tiempo. Fue este verano, cerca del mediodía, en Punta del Este.
            Me acuerdo que iba cruzando la calle cargando la sombrilla, una banqueta y en una bolsa las pruebas de la imprenta, para corregir, camino de su edición, de mi nueva novela, a punto de editarse, cuando alguien gritó mi nombre. Miré a un lado y otro. De un automóvil repleto y cargado con valijas, bajó un hombre grande, gesticulando.
            Era Federico Gauna.
            Nos dimos un abrazo y me presentó a su esposa y a sus cinco hijos, que permanecían dentro del auto. Me contó que venían del sur del Brasil, donde vivían; continuaban el viaje porque estaban de vacaciones. También me preguntó si seguía viviendo en mi pequeña ciudad de las colinas, y le respondí que no, desde hacía ya muchos años. Advertí, por lo demás, que ignoraba completamente que era escritor.
            Nos miramos a la cara, nos intercambiamos direcciones, sonreímos. Y efusivo, más gordo, un poco calvo, con grandes bigotes, me estrechó con fuerza.
            Luego desaparecieron en la caliente mañana del pasado mes de enero.

2

            Hace un mes, días más o menos, me llegó a Montevideo una carta de Federico Gauna. Recordaba nuestro reencuentro en Punta del Este, mencionaba a ciertos amigos de la escuela y algunas diabluras que hicimos en aquellos tiempos. Y luego deslizaba una frase que me produjo una profunda ansiedad. Decía: "No me acuerdo como era papá". Me pedía que le hablara de su padre.
            Conservo, de aquellos lejanos días, una fotografía donde estamos Federico y yo, junto a su madre, una mujer alta, esbelta, de cabellos rubios rizados. Y, también, un episodio que puedo evocar con especial viveza: era media tarde y jugábamos en la calle, y el padre de Federico detuvo junto a nosotros su auto azul y abrió la puerta trasera y subimos rápidamente, empujándonos. Marchamos despacio por la calle asfaltada y vimos el estadio y luego llegamos a la plaza de deportes. Allí, corrimos hacia las hamacas. El padre de Federico nos empujaba a uno y otro. Luego se sentó a mirarnos con el rostro apoyado entre las manos y los ojos tristes, unos ojos de iris celeste detrás de los anteojos de aros dorados.
             Yo no sabía hamacarme; apenas si lograba moverme un metro atrás y otro metro adelante, apoyándome en el suelo con la punta de los pies. A mi lado, Federico en la hamaca subía y bajaba, subía y bajaba, alto, cada vez más alto, tanto que me parecía que iba a dar una vuelta en redondo o enredar las piernas en las ramas de los árboles que estaban detrás de nosotros perdiendo sus hojas doradas, quebradizas, para las ventiscas. 
             Luego, el padre de Federico, que había desaparecido, regresó con helados para los tres. Y caminamos entre los encaliptus, de los que recuerdo (creo recordar) el intenso perfume. Era un hombre alto y se había quitado el saco, tenía una camisa blanca y el cabello ondulado peinado hacia atrás. Nos miraba a uno y otro, sus ojos nos tocaban como la luz de un faro.         
            Al volver, Federico y yo nos sentamos nuevamente en el asiento trasero del auto, que se deslizaba, lento, por las calles de nuestra ciudad, y, con parsimonia, pasamos por el zoológico, luego seguimos por la avenida del hospital y, allá abajo, vimos las dos torres de la Iglesia. La luz del sol tocaba las fachadas y hacía reflejos en las sillas de hierro de los jardines. Distante,  se recortaban, azules,  los cerros a lo lejos.
            Fue un viaje como de sueño.
       Nos detuvimos, finalmente, en el mismo lugar donde había comenzado el paseo. Bajamos de un salto. Al volante, el padre de Federico sonrió con los labios apenas abiertos, y con los ojos tristes mirándonos nos saludó, tocándose la frente con dos dedos. Fue un gesto rápido. Adiós. Y entonces metió la primera y enseguida la segunda, y se fue por la callejuela.
            Yo sentí una secreta tristeza cuando el auto giró a la izquierda y desapareció. 
            La calle quedó desierta bajo el violado cielo del atardecer.
            Y así, esa tarde, se fue para siempre el padre de Federico Gauna.

3

            Ni Federico ni su madre comentaron nada; y en casa mis padres me dijeron que no debía decir una sola palabra sobre el padre de mi amigo. Y como cuando uno es feliz olvida muchas cosas, yo me olvidé pronto del padre de Federico.
            Unos años después, cuando mi amigo y su madre habían abandonado para siempre aquella casona de dos pisos, cerca de casa, alguien me contó que el padre de Federico Gauna vivía en Londres, donde pintaba cuadros.
            Todo esto, precisamente, yo le contaba a Federico en esta carta, tratando de ser fiel a la memoria; incluso agregué la fotografía donde estamos los dos, junto a Gloria, su bonita madre.
            Lo que me duele, ahora, es pensar que mi amigo busca en un ayer vacío, porque a sus recuerdos los tengo yo. Por eso he decidido guardar esta carta, un inventario de olvidos, en un cajón de mi escritorio.
            ¿Qué otra cosa puedo hacer con aquella tarde enmarcada en días felices?

miércoles, 18 de diciembre de 2019


Nochebuena y Navidad




Se acerca la Nochebuena, la mejor de cuantas noches han sido, y  la Navidad. Mientras las agujas caminan hacia la medianoche procuramos sentirnos mejores peinando nuevos sueños con renovadas esperanzas.
Desde lejos, desde siempre, se acercan las voces de los villancicos, repletos de emociones diciendo: "En el portal de Belén hacen lumbre los pastores/ para calentar al Niño que ha nacido entre las flores...".  Y también:  La Virgen está lavando y tendiendo en el romero/ los angelitos cantando y el romero floreciendo./La Virgen está lavando con un poquito jabón/ se le picaron las manos, manos de mi corazón..."
Anuncian al niño nacerá en Belén, infinito y para ser compartido por todos. He ahí su simbolismo. Todo nacimiento es motivo de alegría porque da cabida a la vida y la esperanza.
Dejemos que el alma suba hasta la superficie para que podamos sentirnos fraternos junto al arbolito navideño o al pesebre tan pobre como aquél, y demos gracias con ilusiones renovadas. Y cuando escuchemos al ruiseñor anunciando el nacimiento, levantemos una copa brindando como, en la primera Nochebuena, por todos los hombres de buena voluntad, con una mochila abierta por corazón.
Y así, junto al arbolito y dando gracias con renovadas ilusiones, sentiremos todos que el alma se alza alta, muy alta, besando las mejillas queridas.
¡Feliz Navidad!

domingo, 1 de diciembre de 2019


EL SEÑOR DE LA LLUVIA

(un cuento)


A Pilar, Paula y Clara

             Lo ví a la distancia, bajo un cielo limpio y azul.
      En esas horas quietas de la siesta (uno de mis primeros días de  vacaciones escolares en la casa de campo de mi abuelo Francisco)  me disponía a pescar. Sentado a la sombra de un sauce cuyas ramas tocaban el agua, tenía las cañas y anzuelos a mi lado.
            Cuando alcé la mirada, vi que estaba más cerca.
          Era un hombrecito encorvado acaso por el peso de su valija azul y el de sus años. Llegó junto a mí. Sonrió; la sonrisa era un poco  triste.  Se quito el sombrero aludo, miró las colinas que rodean nuestro pequeño pueblo y el cielo y después me preguntó:
            --¿Puedo sentarme?
            Le contesté que sí; yo estaba sorprendido; medio asustado también.  Apoyó la espalda contra el tronco del sauce,  suspiró, introdujo un pasto en la boca y volvió a mirar el camino por donde había llegado y el cielo, que era una sábana azulada y alta, extendida por las manos de Dios.
            Arrojé las boyas al agua irisada.
            Pasó un rato.
            Me preguntó si había pescado algo y le respondí que no.
            --Debes apresurarte --dijo--; no tardará la lluvia.
            Instintivamente  miré el cielo. 
            Azul como un lago.
            --La lluvia llegará por aquellas colinas –agregó.
            Yo negué como un movimiento de la cabeza, y él me dijo que era cuestión de esperar. Luego, sentándose, agregó:
            --Yo soy el hombre de la lluvia.
            Sonreí.
            Y entonces me contó su historia, la que escuché fascinado, porque me dijo que donde se detenía la lluvia también lo hacía allí sobre él.
             --Siempre estoy yéndome –me dijo con una sonrisa en los labios.
            Unos tambores resonaron a la distancia.
            --¿Oyes?
            Miramos a lo lejos y allá vimos alargadas nubes en el cielo.
            --Tendré que irme --dijo.
            Le pregunté por qué no corría y dejaba la lluvia atrás.
            Gordas nubes se movían en el cielo,  grandes y lentas.
            Una sonrisa le iluminó esta vez el rostro, y habló mucho:
            --Una vez lo hice, pero ahora soy viejo. Fue hace muchos años, cuando era un muchacho. Corrí, me colgué de un tren, navegué por ríos veloces, galopé sin parar días enteros y, al final, hice un alto en el camino,  en una pequeña granja habitada por dos mujeres solas: la abuela y su nieta.
            Hizo una pausa y prosiguió:
            --La chica era una mujer trigal, con ojos grandes y azules. Gracias a ella descubrí muchas cosas.
            Entrecerró los ojos, pensativo, y agregó:
            --Por primera vez ví las estrellas. Las miré con aplicación, pero no pude contarlas porque eran infinitas. Por las noches nos tendíamos sobre el pasto a mirar la luna, que era redonda y con su luz pintaba los árboles y los brazos de la hermosa muchacha. A veces unas estrellas veloces cruzaban el cielo y dejando una estela en el firmamento. Y  bajo aquel abismo astral, ella me enseñó que se podía formular un deseo mirando esas estrellas fugaces. Y yo lo hice, pero no me fue dado, ya que la lluvia me alcanzó nuevamente y decidí marcharme, sabiendo además que debía olvidarla.
            Se puso de pie, a mi lado.  Lo vi más triste.
            Un viento perfumado comenzó a circular y las aguas se rizaron y las boyas se pusieron inquietas bajo el cielo ya  cubierto de nubes.
            Le pregunté por la mujer. ¿La  había visto otra vez?
            Pensaba en ella mientras caminaba, me dijo,  hasta que un día le dio miedo encontrarla una vez más.
            Se acercó a mí, pasó su mano por el pelo, y luego me la ofreció.
            La estreché con fuerza.
            --Adiós.
            Se puso de pié y se marchó por el camino que lleva al caserío del pueblo,  caminando despacio, como si no supiera bien dónde ir.
            Lejos, agitó una mano en señal de adiós, y se fue hacia el oeste.
            Y en la declinante luz de la tarde, aisladas gotas de lluvia comenzaron a caer sobre el agua del arroyo y también sobre  mi piel.